miércoles, 18 de enero de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre IV

Samira guardó su daga bajo el cinturón, pero dejamos el resto de armas y los objetos más pesados en la playa, y nadamos hasta el arrecife donde se erigía el Castillo del Mar sin ser vistos, gracias a la habilidad portentosa de la muchacha por aprovechar las posibilidades que brindaba la oscuridad, aunque ello no nos hubiera salvado de que un proyectil cayera fortuitamente sobre nuestras cabezas; y di gracias a Dios porque no sucediera tal desgracia. En la parte de atrás existía un muelle pequeño, donde en aquel preciso instante un grupo de hombres se afanaban en cargar un bote con alforjas y arcones. Quiso la desgracia que un saco lleno de pez incendiado cayera sobre ellos, provocando una explosión mortal. Unos guardias salieron para socorrer a sus camaradas, momento en el cual Samira aprovechó para empujarme y entrar ambos por la puerta trasera. Yo no sabía las pretensiones de la hassasin, y me hubiera quedado gustosamente a ayudar en aquel desaguisado, pero su insistente mirada abortaba todo tipo de reacción por mi parte. Nadie reparó en nosotros ya que estaban demasiado ocupados en defenderse y mantener el orden dentro de aquél caos imperante.
Samira parecía conocer perfectamente la disposición del interior de la fortaleza, pues se dirigió directamente a la pequeña capilla templaria, en la que entramos para comprobar que el altar había sido retirado, mostrando así una oquedad por la que unos escalones desgastados llevaban a las entrañas del islote, probablemente a alguna cripta oculta para la mayoría de los hermanos de la Orden.
El agujero se ensanchó bajo la superficie y pudimos bajar los escalones erguidos, al abrigo de unas paredes de roca iluminadas por el extraño juego de luces que emitían las teas que habían sido colocadas de manera improvisada. El brillo hipnótico reveló la presencia de un cuerpo tirado en la escalera. Se trataba de un sargento de la Orden, con el cuello destrozado, más bien diría rasgado, empapado de su propia sangre y con una expresión de miedo atávico en sus ojos.
-Vamos, de prisa –susurró Samira-. Se nos han adelantado.
-¿Quién? –pregunté, alterado. Pero la sombra de la hassasin ya se había perdido escaleras abajo. Así que cogí la espada del templario para que me ofreciera un mejor servicio que a su dueño anterior, y me lancé a la oscuridad juguetona.
Lo que hallé me dejó patidifuso, o mejor dicho, totalmente petrificado. De cara a mí, un demonio, pues soy incapaz de describir su presencia como otra cosa, mantenía sujeto a un caballero templario, sujetando sus hombros mientras chupaba la sangre que surgía del desgarrado cuello de su víctima con un sonido vomitivo. Los ojos de la bestia se clavaron en mí, brillantes de satisfacción, de gula insana, de deglución espiritual y material. Sus pupilas, de una oscuridad insondable, se relamían de antigüedad y maldad.
Empuñé la espada frente a aquella progenie satánica y él, sin apenas gesto alguno, soltó su fuente de alimento, no sin antes hacerse con un pequeño cofre que el caballero aferraba contra su pecho. Entonces, el demonio torció el cuello, bravucón, y dio un paso hacia mí, con una sonrisa que mostraba sus colmillos desproporcionadamente grandes, punzantes, embebidos en sangre.
Mi cerebro reaccionó y los sentidos volvieron a funcionarme, como si hubiera surgido de un embrujo. Entonces, pude tener una visión general de la cripta, una cueva, excavada en la roca quizás hacía miles de años, repleta de todo tipo de objetos, la mayoría crematísticos, como joyas y arcones rebosantes de monedas de oro y plata; pero también había numerosas tallas en madera o piedra de Nuestra Señora con Jesús de Nazareth, y de la Magdalena. Pero ni rastro de Samira.
Sentí el aliento pestilente de la bestia, que ahora se me antojaba mucho más humana, con rasgos claramente europeos y vestimenta árabe. A punto estuve de bajar la guardia, pero un repentino movimiento de las manos de mi contrincante, acabadas en afiladas zarpas, me indujo a lanzar una estocada con la espada templaria, que chocó contra el suelo, pues el demonio chupador de sangre esquivó el golpe con una insultante facilidad. De repente, le tenía junto a mí, y me retorció el brazo armado. Grité de dolor, caí de rodillas y solté la espada. Con la otra zarpa me arrancó la túnica y lanzó sus fauces hacia mi cuello desnudo. Pero en lugar de morderme, lanzó un aullido gutural, me envió de un manotazo contra la pared y se protegió la cara, de la que surgían volutas de humo pestilente. El golpe contra la piedra me aturdió y no pude moverme durante unos instantes, pero ello no me impidió darme cuenta de que la cruz bendecida que colgaba de mi cuello brillaba. Sin duda el demonio no había podido enfrentarse al poder de Dios.
De las sombras surgió Samira, y lanzó varios tajos con su daga contra el cuerpo del chupasangre, aunque aquello pareció enfurecer más que dañar al engendro del infierno, entonces clavó la hoja en la muñeca del monstruo, que abrió la mano que sostenía el pequeño cofre y la hassasin se hizo con el botín. Ante la estupefacción del chupasangre, la joven se acercó a la salida y me lanzó una mirada compasiva.
-Deuda saldada, valiente caballero -dijo.
Así que allí nos separábamos. Yo no había sido más que un cebo, una distracción útil para hacerse con aquel tesoro. Lejos de notar la dolorosa punzada de la traición, mi alma entró en paz, conocedora y aceptante de mi siniestro futuro como alimento para la bestia. Quizás aquello fuera lo justo, ya que la muchacha salvó mi vida una vez, y aunque su motivo fuera el oportunismo, yo sentía que quizás había salvado también mi alma pecaminosa.
Con una celeridad pasmosa, el demonio agarró a la hassasin por el cuello y la alzó en el aire. Sus ojos refulgían odio, y sus palabras, ininteligibles, rezumaban un eco inhumano. Yo ordené a mis miembros moverse y pude llegar hasta la espada templaria. La garra del chupasangre destrozó el torso de la joven y sus putrefactas uñas atravesaron la carne para salir por la espalda.
La rabia inundó mis músculos y lancé un tajo con las fuerzas que me quedaban, espoleadas por la ira, por el odio hacia aquella criatura infernal que había arrancado la vida de la persona que me había congraciado con la redención que mi espíritu jamás hubiera esperado hallar.
La cabeza del demonio cayó al suelo y rodó con cara de sorpresa infinita, golpeó contra una talla de la virgen y comenzó a descomponerse a una velocidad vertiginosa, hasta convertirse en polvo, hasta verse reducido a cenizas y restos de huesos carbonizados; al igual que el resto del cuerpo.
Me arrodillé ante Samira.
-Nunca quise traicionaros –dijo. Escupió sangre.
-Lo sé –realmente, nunca lo supe. Nunca lo sabría. Pero eso no importaba.
-El cofre… su contenido -la joven lloraba, entre estertores-… os ayudará a derrotar… al verdadero demonio… mi misión… es la vuestra.
¿Era posible aquello? Yo también estaba llorando.
-Tomad –aferró su colgante, tiró de él y me lo dio-… No me olvidéis –y su alma abandonó el cuerpo.
-No podría.
Besé en la frente a Samira y escupí sobre los restos del chupasangre, que no era más que un esbirro de alguien más poderoso y maligno, si debía hacer caso a las palabras de la muchacha. Miré el contenido del cofre. ¡No me podía creer que fuera…! ¡Sí, no podía tratarse de otra cosa…! Salí de allí con el corazón constreñido, y una vez fuera, vi cómo los sarracenos invadían ya las murallas ante unos desesperados templarios. Pude haberme quedado y morir con ellos, pero también sabía que la misión, fuera cual fuera, tenía un alcance mucho más decisivo, no ya para la causa cruzada, sino para toda la cristiandad, quizás para toda la humanidad. Por eso nadé de vuelta, horrorizado ante la expectativa de la incertidumbre que se abría ante mí, pero con la claridad acerca del lugar que tendría que visitar a continuación y con ello conseguir las primeras respuestas. Supuse que aquella fortaleza entre las montañas al norte de Siria no sería tan difícil de encontrar… y además tenía el salvoconducto de Samira.

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