sábado, 14 de enero de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre III

Por supuesto que conocía a los hassasin. ¿Y quién no? La fama de eficacia de la que adolecía la temible secta era de sobras conocida en cualquier rincón del oriente próximo, aunque, a ciencia cierta, nunca se había demostrado ningún crimen producido por aquellas sombras asesinas, por lo que, al menos a mi parecer, no se trataba más que de habladurías, de leyendas para asustar a los más ingenuos.
Y sin embargo tenía a Samira frente a mí.
-El viejo de la montaña, nuestro líder, es mi tío –me explicó durante toda la noche, en la que no paramos nada más que para dar un breve respiro a los rápidos y asombrosamente resistentes caballos árabes que montábamos-. Mis padres murieron de peste siendo yo muy pequeña, y mi tío no quiso que extraños se encargaran de mi educación –torció el gesto en una sonrisa socarrona-. Supongo que no quería que me convirtiera en moneda de cambio para satisfacer la insana lujuria de cualquier asqueroso varias veces mayor que yo. Imagínate, yo, una mujer, entre decenas de hombres; de hecho, la única mujer, la primera desde los orígenes de la secta.
-Dicen que os entrenan a conciencia, hecho que he de reconocer sin la menor duda –recordé la facilidad con la que se batió con varios guardianes-. Os debo gratitud.
Samira me arrojó una mirada orgullosa.
-Me debéis más que eso. Ya os he dicho que por vuestra culpa he fallado en mi misión.
-Entonces estoy más que nunca en deuda con vos. ¿Y puedo preguntar la naturaleza de la misma?
-No os importa, aunque ya tendréis ocasión de resarcirme por ello, no lo dudéis.
La muchacha hizo una larga pausa, como cavilando dar rienda suelta a la lengua.
-Hace unas semanas –soltó al fin-, llegó una comitiva de cruzados, tanto de vuestra Orden como de los hospitalarios, a los alrededores de nuestra fortaleza. Nuestros centinelas los encontraron primero, pues ésta está bien oculta amén de ser inexpugnable. Para suerte de los vuestros, tenían un encargo para la secta, y se permitió que un heraldo de cada Orden se entrevistara con el viejo de la montaña. Su petición estaba acorde con la excelente compensación económica que ofrecieron. Mi tío aceptó, y debido a lo arriesgado del encargo decidió enviar a su mejor asesino.
-A vos –dije.
Samira sonrió.
-La mejor manera era introducirme como una concubina más. Y después de planearlo todo a la perfección, tanto el momento como el lugar, la disposición de las vías de escape –gruñó-, entonces llegasteis vos como prisionero después de la caída de Acre.
-¿Y en qué os he impedido yo la realización de vuestro cometido? –el cual me empezaba a imaginar. Si los cruzados querían de alguna manera detener la marea sarracena, lo mejor era descabezar a la bestia. Aunque para los hassasin la geopolítica no tuviera tanta relevancia como el trato en sí. Daba igual lo que sucediera con los cruzados en Tierra Santa, los asesinos cumplirían su palabra aunque el resultado no alterase para nada el futuro oscuro que se abatía sobre los lugares que hollara nuestro señor Jesucristo- Podíais haber asesinado al califa en cualquier momento. Incluso cuando iban a separar mi dura cabeza de mi tullido cuerpo.
-¡Necio! – rugió Samira- ¡El califa no es mi objetivo! Se trata de algo mucho peor. ¿Entendéis algo de magia? ¿De demonios, acaso?
Me mostré estupefacto ante la revelación.
-Además, maldito bribón escudado en hábitos de monje, desde que os vi se me estremeció el alma como jamás me había temblado ningún miembro.
Llegamos a una colina repleta de huertos, árboles frutales y cedros desde donde divisamos allí abajo la milenaria ciudad de Sidón. Todavía era de noche, y pese a la escasísima luminosidad que traía el alba que rayaba en lontananza detrás de nosotros, se podían divisar columnas de humo negro que surgían por doquier en la ciudad, acompañadas de gritos de hombres, mujeres y niños. El ejército del califa se hallaba en plena rapiña mientras un nutrido grupo de tropas asediaba una pequeña fortaleza unida al puerto por un puente de piedra. A lo lejos, en el mar, se divisaba una galera a la que varios botes cargados con todo tipo de cajas y arcones se afanaban por ir y venir, ajenos al bombardeo sistemático que las máquinas de asedio arrojaban sobre el Castillo del Mar.
Thibaud Gaudin se disponía a huir de nuevo. Dios amparase a los pobres infortunados que se hallaban tras los muros, pues no hallarían compasión alguna.
-Llegamos tarde –la voz de Samira tenía el tono de la frustración.
Yo desenvainé el alfanje y me dispuse al suicidio.
-¿Qué haces? –dijo- Vístete con las ropas que he dispuesto en tu equipaje.
En una alforja, efectivamente, hallábase un uniforme sarraceno. Me cubrí con aquellos ropajes por encima de mi túnica templaria.
-¿Qué plan tienes? –pregunté.
-Rodeemos la ciudad y bajemos al puerto. Si aún no es demasiado tarde…
Pero la frase quedó inacabada y tuve que poner todo el empeño en seguir los cuartos traseros de aquella temible mujer.

1 comentario:

  1. Mmmmmm, esto se pone interesante. Pero echo de menos que tomes un poco la iniciativa de la aventura, Jacques, en lugar de dejársela a esa infiel! Je je je...

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