domingo, 4 de marzo de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre VI

Desperté bajo un techo de infinitos luceros en un manto de negrura. Mi cuerpo se estremeció por el calor de una pequeña hoguera a mi lado e hice un amago de incorporarme, pero todavía me dolía la cabeza, aunque eso no fue molestia alguna para ver a los tipos de trajes grises que me rodeaban. No iban enmascarados, y sus rostros eran heterogéneos, multiétnicos, pero sobretodo agradables, a pesar de reflejar en sus semblantes una tristeza profunda, una amargura insondable de pérdida. El hombre de la ballesta  estaba sentado a mi lado, y me miraba fijamente mientras afilaba su daga contra una piedra.
-¿Te encuentras bien? –dijo. El resto de hombres se acercaron.
No contesté. Instintivamente registré mis prendas, no en un intento de encontrar heridas o magulladuras, sino con un inexplicable ansia por… sí, allí, entre pliegues, estaba la cajita con el extraño objeto.
-No te hemos robado nada –interpeló el infiel, con expresión ofendida.
-¿Me puedo considerar un prisionero? –aventuré.
-¿Tú qué piensas? –respondió, señalando a mi costado con la daga que afilaba.
Comprobé que el alfanje de Samira estaba a mi alcance, y lo cogí… para envainarlo, pese a que fugazmente se había cruzado por mi mente la idea de rebanar el cuello de aquel tipo. Supongo que lo que me contuvo fue la extraña sensación de no creerme acorralado, de ser libre de mis actos, de no estar maniatado; pero aún así…
-Recuerdo la oscuridad repentina… -acusé.
-Lo siento. Tuvimos que sedarte con un dardo opiáceo –el agareno tenía un tono amable, pero cortante al mismo tiempo. Demasiado escueto, pensó el templario-. No queríamos dañarte.
-O que os hubiera dañado yo –osé.
El infiel sonrió con suficiencia, escéptico de mi afirmación.
-Me llamo Hassan –continuó.
-Yo soy Jacques de Molay –Hassan volvió a sonreir ante la evidencia-, aunque ya lo sabíais. ¿Sois…?
-Hassassins –asintió-. Veo que llevas el colgante de Samira –su semblante se hundió en la amargura todavía más.
Enmudecí durante unos instantes, y cuando recobré las fuerzas suficientes para hablar, Hassan me hizo callar con un gesto.
-Tranquilo. Sabemos que no eres un enemigo. Samira informó a un agente nuestro en Damasco que tenía la intención de ir a Sidón contigo para evitar la caída de ese talismán en manos de… -el infiel se detuvo- Samira tenía el don de la clarividencia y es evidente que te eligió como compañero de aventuras en lugar de a cualquiera de nosotros –sus palabras destilaban una cruel mezcolanza de rabia, celos, incomprensión e incluso desprecio-. Y soy incapaz de explicarme por qué lo hizo.
-No sé qué pretendes que te diga. Yo tampoco lo sé. De hecho nunca supe el objetivo de nuestra internada en Sidón, hasta el último momento.
-¿Cómo murió? –me espetó de repente.
Los hassassins se sentaron alrededor mío mientras relaté lo más fielmente que pude el encuentro con el ser demoníaco en la cripta de la pequeña iglesia templaria. Parecieron no estremecerse por mis explicaciones; solamente mostraron su sorpresa al final, y esta fue digna de verse reflejada en sus ojos.
-¿Le cortaste la cabeza? –preguntó un hassassin de piel extremadamente tostada.
Asentí.
-¿Y dices que así murió? –insistió otro, esta vez de una tez más suavizada.
Volví a asentir.
-Nunca hemos matado a ninguno –afirmó Hassan-. De hecho, una vez llegamos a capturar a uno cerca del Jordán, pero se fundió en la tierra y desapareció ante nuestros ojos.
-El demonio que me encontré en Sidón era diferente al de Urfa, pero emanaban un aura de maldad tan fuerte que les hacía tan parecidos… ¿Pero qué clase de demonios son?
-Quién sabe, cruzado. Esos demonios, como tú los llamas, fueron alguna vez hombres. Ahora son seres malditos, no vivos ni muertos, depredadores nocturnos que se alimentan de la sangre de los vivos hasta la extenuación de sus víctimas.
-Bebedores de sangre… -comenté- He oído historias sobre estos seres en Europa oriental, en las oscuras Valaquia y Transilvania. Los lugareños dicen que al caer el sol se llevan a los bebés y a las doncellas. Creía que eran leyendas para asustar a los críos. Les llaman vampyrs.
-Vampyrs, no muertos, demonios… Da igual el nombre.
-Creemos que el fuego les hace más daño que las armas –terció un hassassin de rasgos centroasiáticos.
-También pensamos que la luz del sol les daña –apuntó Hassan-, pues solo aparecen por la noche. De hecho, jamás hemos topado con ninguno durante las horas diurnas. Para eso tienen a sus lacayos.
-Los esbirros que le acompañaban –deduje-. De todas maneras parecían mucho más fuertes que cualquier humano, y las heridas no les aturdían, o debilitaban.
-Son mortales. Excepcionalmente fuertes y vigorosos, sí, pero mortales al fin y al cabo. Hemos capturado alguno que otro. Al final se vuelven locos, demandando entre gritos el alimento que les proporcionan sus amos, y que no es otro que sangre. Ante la ausencia de ella se consumen poco a poco hasta morir. Por ello sabemos que los no muertos los vinculan mediante su propia sangre y los convierten en esclavos de extraordinaria fidelidad.
Hassan hizo una pausa.
-Amanecerá dentro de poco. Descansa algo más. O si lo prefieres, come algo –y señaló lo que quedaba de un conejo asado.
-Estoy bien –dije-. Podemos marchar ahora mismo.
El hassassin negó.
-Solo viajaremos por el día. Y más teniendo en cuenta que estamos cerca de nuestra base.
-Vaya. Así que al fin estaba a punto de encontraros.
El infiel bufó.
-Ni en el mejor de tus sueños –aseveró-. Nunca habrías encontrado el Nido de las Águilas. Está bien escondido, y mejor defendido. Nuestros vigías habrían acabado contigo antes de que te dieras cuenta.
Así que todo se reducía a una odisea inútil por las montañas de Anatolia, el norte de Siria e incluso Armenia y todo el Cáucaso. Un viajero, por muy experto que fuera, solo podría encontrar la fortaleza hassassin si los asesinos lo permitían. Y eso sucedía, por lo visto, solo si ellos te encontraban antes a ti.
-Partiremos al alba entonces –accedí, resignado.
No bien los primeros rayos de sol iluminaron los pedragales que nos rodeaban, nos internamos a lomos de caballo por entre escarpados riscos y profundas grietas abiertas en la piedra por la mano de gigantes bíblicos. En algunos puntos un paso en falso podía condenarte a una caída de cientos de metros, mientras que en otros solo era posible el viaje en fila india por la estrechez de unas simas en las que las paredes rozaban las extremidades y en las que era, en ocasiones, necesario desmontar y proseguir a pie. No sé durante cuántas horas deambulamos y cierto es que perdí la noción de la ubicación. Solamente las lejanas cumbres nevadas donde, según los ancianos del lugar, se erigía el monte Ararat, servían como ciclópeos puntos de referencia, ya que el sol parecía volverse loco y bailar en el cielo para situarse en lugares en los que no debería estar.
Llegados a un punto en que un riachuelo corría salvajemente entre los riscos, Hassan se volvió hacia mí con un pañuelo en la mano.
-Es necesario –dijo, lacónicamente.
Entendí aquella medida de seguridad y dejé vendarme los ojos. El trayecto a partir de entonces se tornó más asfixiante aún si cabe. De vez en cuando una mano se posaba gentilmente en mi hombro para indicarme que inclinara la cabeza, o me cogía del antebrazo para orientarme sobre un firme irregular. Lo cierto es que juraría haber estado vueltas durante eones.
Cuando por fin me quitaron la venda me encontré en mitad de un patio de armas, rodeado por paredes de roca y por almenas y torreones de piedras, plagados de guardianes. Los diferentes edificios, por definirlos de alguna manera, eran apéndices que surgían del mismo risco, y sus ventanas no eran más que oquedades abiertas a pico. ¿Acaso toda aquella montaña estaba horadada? Incluso desde mi posición podía ver con cercana claridad las nubes que flotaban a nuestra altura, y podía atisbar a lo lejos las serranías más bajas que la cima donde me hallaba. Ahora entendía por qué era una fortaleza tan inexpugnable y tan difícil de encontrar. Estaba, de alguna manera que no alcanzo a comprender, excavada en la misma roca, camuflada entre las singularidades de cualquier otra montaña. No era diferente de las demás en apariencia, y eso le garantizaba un anonimato absoluto.
En el mismo patio, decenas de hassassins entrenaban tácticas de combate. Cesaron en sus singulares duelos para prestarme atención momentáneamente y prosiguieron con lo suyo.
-El Viejo de la Montaña te está esperando, pero su deseo es que primero comas y descanses un rato de tan arduo viaje –dijo Hassan-. Te acompañaré a tus aposentos.
Maravillado por la grandiosidad del lugar, me dejé llevar.

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre V

Llevaba varios días deambulando infructuosamente por las agrestes colinas del norte de Siria y estaba a punto de arrojarme a los límites de la desesperación, o directamente al estanque lleno de peces que podía observar desde aquella taberna en Urfa, cuya frescura me atraía. Mientras, consumía con pequeños sorbos un té moruno que había aderezado con un chorrito de un excelente licor anisado que conseguí en el zoco de la ciudad. Mirando cómo los últimos rayos de sol se perdían entre las cumbres de poniente, intenté sopesar las alternativas que se me planteaban.
¿Seguir buscando la dichosa fortaleza hassasin por aquellas montañas? Anatolia era escarpada, engañosa, fácil para las emboscadas, plagadas de bandidos y lo que era peor, de turcos, que, en su incipiente expansión, suponían un peligro tanto para los bizantinos como para los mamelucos. Armenia no era desde luego un lugar menos inhóspito: aquí los kurdos sustituían a los turcos, siempre tan levantiscos y territoriales. Urfa misma era un reducto kurdo. No había miedo, desde luego, pero era cuestión de pensarse el evitar cualquier contratiempo innecesario.
Pedí otro té y arrojé unas monedas herrumbrosas sobre la madera. Las primeras estrellas titilaron en el cielo. En la mesa contigua se sentó un grupo de varios individuos, ataviados con capas oscuras. Yo les presté atención solamente porque uno de ellos, al echar la capucha hacia atrás, reveló una piel demasiado blanca para la climatología de aquellos lares. Era pelirrojo, con algunas pecas, pero sin duda sus rasgos eran semíticos, y sus modales parecían tan refinados como los de la mayoría de los sirios, cosa que había aprendido por experiencia. El tipo, de larga melena rojiza, me clavó la mirada y sonrió. Un hormigueo de intranquilidad recorrió mi cuerpo pues la sonrisa, cortés, parecía contener un atisbo de ironía, como si mi disfraz de mercader fenicio precapitalista no fuera todo lo convincente que me imaginaba. En aquellos labios morados afloraba un reto vengativo y cruel, sarcástico y temible. Los ojos del hombre brillaron al reflejo de la luna y volvió a la conversación con sus compañeros.
Yo intenté centrarme en mis pensamientos. ¿Abandonar la búsqueda? ¿Volver a la costa y embarcarme? Imposible. Las rutas comerciales estaban cortadas. Podría llegar a Egipto, pero no más lejos. Ni siquiera era posible acceder a Chipre, el reducto cristiano más cercano, donde me esperaban mis compañeros. Nadie se atrevía a hacer un viaje tan arriesgado con la flota mameluca, tan agitada como un hormiguero, esperando en el mar. Además, tenía una deuda con Samira. Por salvarme de las garras del sultán mameluco. Y por redimirme. No, no huiría. De alguna manera encontraría la fortaleza de los temibles asesinos, y con su ayuda, o sin ella, hallaría al amo del demonio que acabó con Samira y la vengaría.
Además, había que tener en cuenta la otra cuestión…
-Perdón, ¿no habréis visto a un templario por estos lares?
Levanté la cabeza. Frente a mí, el pelirrojo se erguía con expresión soberbia.
-No. No he visto a nadie así –dije con toda la seguridad de la que pude hacer gala, esperando que mi acento franco no se trasluciera demasiado bajo mi rudimentario árabe.
-Vaya; me pareció estar seguro de que le conocíais –respondió el pelirrojo, observándome fijamente. Su mirada destilaba astucia y odio al mismo tiempo. La empuñadura de un alfanje asomó entre sus ropajes.
-Pues no. Os equivocáis –insistí con torpeza.
-Mil perdones, señor –dijo-. Y gracias –soltó en un francés defectuoso.
Demasiado tarde me percaté de la ingeniosa treta del sirio para hacerme revelar mi verdadera identidad; aunque había podido evitar contestarle, la expresión de mis ojos dejó bien claro que le había entendido a la perfección. Me disponía a huir prudentemente de allí, cuando vi que el pelirrojo había desenvainado su alfanje, de hoja fría y resplandor tétrico. Su rostro había palidecido de repente y sus ojos se habían tornado insondables como la noche más oscura. Y, aunque parezca imposible, su lengua se había afilado horripilantemente hasta sobresalir más de un palmo de su boca y los colmillos habían salido proyectados para alcanzar la envergadura de los de un león. Los compañeros que le rodeaban saltaron enérgicamente de sus bancos con la intención de cortarme cualquier posible salida. Miré a los ojos del sirio, petrificado por la sorpresa, pero mi instinto curtido en numerosas batallas me hizo esquivar en el último momento el mandoble que iba a mi brazo y que terminó rompiendo el vaso de té moruno. Rodé por el suelo para derribar a uno de los lacayos de aquel demonio, tan parecido y tan diferente al mismo tiempo que el de Sidón, y con un movimiento rápido saqué mi daga y la incrusté en el pecho del derribado, que aulló de dolor mientras una fuente de sangre manaba de la herida. Entonces me puse en pie y saqué el alfanje de Samira, el cual había hecho ya mío.
-¡Le quiero vivo! –siseó el sirio.
Los secuaces, cimitarras en mano, se me acercaron; comprobé que el aspecto de los mismos era totalmente humano, pero la alegría me duró poco. El herido se incorporó de un salto y rugió con odio. ¿Cómo era posible? Estaba seguro de que la puñalada había sido mortal. La herida seguía manando sangre, pero el aspecto del esbirro era tan saludable como las circunstancias le permitían.
-¿Quiénes sois? –fue lo único que acerté a decir.
En lugar de una respuesta dialogante, los esbirros se abalanzaron cuales Mossos d’Esquadra sobre una indefensa estudiante de Secundaria. Pero frente a ellos tenían a un luchador consumado dispuesto a vender cara su vida. Paré con mi espada la hoja de un lacayo y esquivé el tajo de otro que, lanzado en tromba por el impulso, mostró sus posaderas para que yo las pateara sin piedad y arrojara al indeseable contra un murete. Giré sobre mí mismo para proteger mi flanco y rebané la mano de un tercero. Pero incluso así, el manco sacó con la otra mano una pequeña maza y arremetió de nuevo, como si nada hubiera pasado, como si el dolor fuera insignificante, a pesar de que estaba gritando como una bestia.
Ante la expectativa, brinqué a lo alto de una mesa para dominar el campo de batalla, cosa que conseguí momentáneamente tras propinar una dura caricia con la bota en la cara del secuaz que no paraba de escupir sangre por el pecho.
-¡Ríndete! –ordenó el sirio- ¡No podrás con todos nosotros!
-Pues ven tú solo en vez de enviar a tus perros, si eres tan valiente –le espeté.
A pesar de estar a unos tres metros más o menos, el pelirrojo, loco de rabia, saltó como un felino para caer sobre mí y derribarme de mi posición. Ambos dimos con nuestros huesos en el duro suelo, pero al demonio pareció no afectarle lo más mínimo y me aferró con una fuerza sobrehumana, clavándome unos dedos como cuchillos. Entonces abrió las fauces y apuntó con sus colmillos, de los que emanaba una putrefacción insoportable, un olor solamente capaz de ser definido como la antesala de la muerte, directamente a mi cuello. Yo le solté un cabezazo en plena boca y el dolor fue tan intenso que me quedé aturdido unos instantes. El sirio me soltó y levantó la cabeza hacia la bóveda nocturna: uno de sus colmillos estaba roto y colgaba de un hilo de carne. De repente, un corto pivote de ballesta se incrustó en uno de sus ojos y el engendro saltó lejos de mí, aullando.
Miré a mi alrededor y me creí totalmente poseído por la locura cuando comprobé que las sombras se movían a una velocidad vertiginosa. La cabeza de uno de los lacayos se deslizó de su cuello y cayó pesadamente al suelo al paso de uno de aquellos espectros por detrás de él. Otro pivote surcó el aire y fue a parar al cuello de otro esbirro. Las sombras fueron tomando forma definida poco a poco mientras el resto de secuaces del demonio cayeron pesadamente, descuartizados. Y definitivamente muertos. El sirio, lejos de enfrentarse con las sombras, lanzó unas maldiciones en una lengua irreconocible y desapareció tras una cortina de humo que había surgido de la nada.
Yo aferré mi alfanje y me incorporé para enfrentarme a los recién llegados. Iban vestidos con telas grises y envueltos en capas, las cabezas ocultas bajo unas capuchas y los rostros velados tras una especie de pañuelos que dejaban solo los ojos, de intensa mirada, al descubierto. Guardaron en la profundidad de los ropajes alfanjes, cimitarras y dagas y, uno, ballesta en mano, se descubrió la cara y se acercó a mí.
-No temas, Jacques de Molay –dijo en árabe-. Hemos venido a ayudarte.
Parecía que todo el Islam conocía mi nombre y me perseguía, y lo peor es que estaba comenzando a acostumbrarme. Pero no podía soportar la posibilidad de otra mentira a manos de otro demonio, de un nuevo engaño, de una eterna celada para sumirme en la inopia. Por eso me lancé con la hoja en ristre dispuesto a morir o asestar un golpe definitivo a aquellos nuevos rufianes.
La oscuridad llegó sin avisarme.