sábado, 27 de abril de 2013

Temple Z


Bajo el manto de oscuridad que propiciaba la noche cerrada, dos figuras se movían con el sigilo propio de los ladrones por las callejuelas de la Barcelona medieval. Envueltos en mantos, que los hacían todavía más invisibles a los escasos ojos que pudieran encontrar a aquellas horas, se apostaron junto a un gran portón de madera protegido por un enorme candado, y uno de ellos extrajo una barra de hierro.
-Esto es muy peligroso –siseó el más bajo, mientras el aire escapaba por entre las oquedades entre sus escasos dientes.
-Ahora no podemos echarnos atrás –susurró el que tenía la barra, notoriamente más alto que su compañero, y de complexión fornida. Un golpe seco acompañó su alocución-. El botín de los templarios nos espera –empujó la puerta lo suficiente para que ambos pudieran pasar.
-No lo veo claro –continuó el mellado-. La encomienda fue cerrada hace casi una década. Lo que hubiera de valor ya se lo habrían llevado.
-Eso mismo pensaba yo –admitió el grandullón-. Pero ya te he comentado la conversación que escuché entre el obispo y el capitán de la guardia.
-Ya, que no habían recuperado la cantidad que esperaban.
-Y que faltaban los objetos más importantes. Supusieron que los templarios se los habrían llevado a otro lugar. Dejaron correr el tema y cerraron la encomienda a la espera de darle un nuevo uso.
-¿Y si resulta que es cierto? –apuntó el bajito-. Quiero decir, que se llevaran el tesoro.
-¿Y si no lo fue? ¿Y si lo escondieron en algún lugar dentro de estos muros? Hablamos de oro, compañero. Mucho oro.
Encendieron unas antorchas y registraron las diferentes estancias con resultado infructuoso, como cabía esperar en un principio y, tras un largo debate, decidieron probar suerte en las habitaciones inferiores. Llegaron a un pasillo lóbrego franqueado por puertas abiertas y supusieron que debían de tratarse de los calabozos, o quizás de las celdas de algunos miembros de la Orden. La humedad del lugar les caló hasta los huesos al instante.
-¿Has oído eso? –el mellado fue el primero en darse cuenta.
-¿El qué? No seas cobarde.
-Parecía como unos pies arrastrándose.
-Yo no escucho nada –repuso el hombretón.
-Calla –murmuró el más bajo-. Viene de ahí –y señaló una de las celdas más alejadas.
Con la antorcha por delante y la barra de hierro bien sujeta, el más fornido se acercó, seguido de su compinche.
Un rostro surgió de la penumbra, y los dos hombres retrocedieron, horrorizados. La carne de aquel ser se hallaba en un avanzado estado de descomposición, con jirones lívidos que le colgaban de las mejillas, los ojos casi desprendidos de sus órbitas apuntando a lugares insospechados, y los dientes amarillentos, sin apenas encías que los sujetasen. Emitió un gemido gutural, antinatural, y avanzó un par de pasos para salir de su celda, arrastrando los pies de manera grotesca, pues parecían rotos a la altura de los tobillos. Extendió los brazos, acabados en dedos torcidos que gesticulaban en un patético intento de aferrar a los dos ladrones. Una cruz roja ocupaba el centro del hábito raído que vestía, que en  otra época habría debido de ser de color blanco.
-¡Vuelve al infierno, maldito! –aulló el grandullón, dejando caer la barra sobre el hombro de su atacante. Para su sorpresa, el muerto viviente ni se inmutó por aquello, y le agarró por la pechera para realizar un repentino movimiento con su cabeza y hundir los podridos dientes en el cuello del infortunado bribón. La sangre manó a borbotones y ahogó los gritos de este.
El más pequeño retrocedió, totalmente espantado, pero chocó contra algo. Se giró, presa del pánico, y solamente tuvo tiempo de implorar a Dios todopoderoso antes de caer bajo las fauces de un grupo de templarios zombis que le habían cerrado el paso.


Amanecía cuando el párroco se disponía a oficiar la misa en la iglesia de Santa Maria del Pi, que estaba llamada a ser una obra grandiosa consagrada a la mayor gloria del Altísimo aunque, de momento, se encontraba en construcción; pero ello no suponía un problema para que su funcionamiento fuera ya pleno, como de hecho atestiguaban los cientos de personas que abarrotaban el templo.
Al principio se oyó algún grito esporádico que procedía del exterior. Pero poco a poco la cantidad y la intensidad de los mismos fueron en aumento, lo que provocó la curiosidad de los feligreses. El párroco solicitó a las personas más cercanas al pórtico que salieran para ver qué estaba ocurriendo en las calles de Barcelona.
Así lo hicieron, pero los asistentes a la ceremonia esperaron su vuelta en vano. En su lugar, entró un grupo nutrido de hábitos blancos con cruces rojas que causaron una orgía de muerte, destrucción y gastronomía alternativa tal, devorando todo a su paso con extrema ferocidad que, incluso mucho tiempo después, se seguía hablando de la venganza templaria con auténtico pavor.

viernes, 10 de agosto de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre VII


Eowyn se había marchado y me había dejado irremediablemente solo. La lozana mercenaria de lustrosa cabellera rebeldehabía cerrado la puerta tras de sí y se perdió de nuevo en los recovecos del tiempo que estaba tan acostumbrada a rebasar, quizás esta vez para siempre. Mis pensamientos se veían torturados por mi incompetencia a la hora de expresar la necesidad de su ayuda y la explicación que se merecía y me demandaba. Su fidelidad hacia mi persona, pues dedicó meses por Tierra Santa buscándome, se merecía si quiera que yo le confesara… Pero ¿cómo podría? La realidad es tan fantástica, tan anómala que lo más probable es que no me hubiera creído un ápice. Quizás sea mejor así. No se merece que mi egoísmo la aboque a una vorágine de pesadilla. Es algo que he de intentar solucionar en solitario, sin arrastrar a nadie, y mucho menos a Eowyn, la única persona que se merece las cosas buenas que la vida debería deparar para los justos y nobles de corazón.
¿Cómo insinuarle si quiera la increíble historia de demonios bebedores de sangre? ¿Cómo explicarle la muerte de miles de inocentes por culpa de los designios de alguna mente cruel, odiosa para con la creación de Dios? ¿Cómo explicarle el verdadero significado del anillo del rey sabio hebreo que me había sustraído por malas artes el malnacido de Guillaume de Nantes? Guillaume… Maldito bastardo, esbirro de las fuerzas del averno. ¿Cuáles fueron las promesas, o incluso los engaños que le brindaron para que traicionara a un hermano de Orden? No me cabe duda de que el de Nantes es un peón especialmente valioso en esta partida de carácter monumental, pues aparte de ser un habilidoso guerrero, estoy convencido de que no tiene la menor certeza acerca de… Sospechas sí, seguro, ya que me observaba durante largas horas mientras yo desfallecía de cansancio durante las pesadas y mortecinas horas en que imperaba el astro rey; incluso llegó a preguntarme abiertamente sobre mi aspecto cada vez más enfermizo y mi falta de apetito, a pesar de mis titánicos esfuerzos por consumir algún alimento, cosa que me producía monstruosos dolores estomacales hasta que acababa vomitando todo en alguna letrina.
Solo con recordar aquello mi estómago rugió de asco, y subí a cubierta para que la brisa marina cubriera mi tez con sus saludables efectos y pudiera olvidar por al menos un momento el recuerdo de Eowyn. Un par de marineros se alejaron de mí, con expresiones de desprecio. Yo era consciente del malestar que se había levantado entre la tripulación hacia mi persona. Podía oír sus cuchicheos por mucho que pretendieran ocultarse ante mis oídos. Mis facciones cadavéricas y demacradas, mi luenga y canosa barba, mi aspecto enfermizo y envejecido, pero sobretodo mis extraña costumbre de pasar las noches en vela mientras caía en un cansancio absoluto durante el día, les inducía sin duda a pensar que yo debía estar medio loco, o probablemente enfermo de alguna peste contraída en tierras infieles, con lo cual no debía ser muy aconsejable acercarse a mí, para evitar algún contagio no deseado.
Miré a la luna, esplendorosa en la quietud de un transparente cielo veraniego de ¿1292? ¿1293? Había comenzado a perder la cuenta del tiempo, sin duda por las innumerables semanas, o meses, que vagué por los desiertos sirios y arábigos, siempre en busca de una ciudad que ni tan siquiera sabía si existía. Aunque sin duda debía seguir todavía oculta en algún lugar, en un valle, tras un acantilado, o seguramente bajo la arena de Arabia, porque ¿acaso iban a mentir las sagradas escrituras acerca de la insigne figura que viajó desde el interior de sus majestuosos muros hasta la mismísima Jerusalén donde admiró el gran Templo del que mi Orden tomó su nombre?
Me esforcé por respirar con tanta fuerza como para llenar mis pulmones (en un intento de seguir pareciendo…) al imaginar cómo debió ser semejante obra, grata a los ojos del Altísimo. La mar, un poco picada, me salpicó de las tonificantes gotas de agua salada del viejo Mare Nostrum. A mis oídos llegó un lejano “apartaos de ahí” seguido de un “bajad a la bodega, que amenaza tormenta”, en aquel cantarín deje italiano propio de los marinos genoveses. En efecto, en cuestión de minutos comenzó a soplar un viento poderoso y el cielo se comenzó a ocultar de negros nubarrones. Pero hice caso omiso y cerré los ojos mientras me agarré fuerte (demasiado fuerte) en la barandilla y asomé la cabeza al vacío. La madera crujió y me clavé pequeñas astillas en las palmas, pero aún así seguí aferrado, pues mi mente voló lejos de allí, indiferente a los “déjalo”, “está loco” y “nos vamos a hundir por su culpa”.

“Buscad Kitor”, había sido las crípticas palabras que me había dedicado el Viejo de la Montaña justo antes den que Hassan me empujara hacia un recoveco que ocultaba la entrada a una gruta de aspecto lóbrego que seguramente debía dar a una salida oculta. Me negué a huir, y ofrecí mi brazo y mi espada al servicio de mis salvadores, aunque la vida me fuera en ello. Hassan resopló de impaciencia ante mi tozudez y me repitió que era la única opción viable y que si así lo deseaba siempre podría vengarme de la matanza que iba a ocurrir aquella noche. Los primero alaridos de muerte tamborilearon de dramatismo aquella frase. Pero yo me mantuve impertérrito, aunque reconozco que estaba totalmente muerto de miedo.
-Es la única opción –repitió Hassan con expresión apurada, y antes de que yo pudiera reaccionar, puso su cerbatana en la boca y noté el picotazo del dardo.

Desperté con una sensación húmeda en los labios. Di un salto monumental al comprobar que una cabra me estaba lamiendo las barbas. Menudo susto. Menos mal que no empezó a ramonear entre mis canas. El pobre animal huyó, aterrorizado ante mi reacción. Entonces me di cuenta que los rayos del sol bañaban mi cuerpo y ajusté mi vista ante la luz implacable. Mi cuerpo se hallaba acomodado y oculto tras unas rocas, y junto a mí un pequeño morral con víveres y agua para algunos días, amén de una pequeña daga y un alfanje cuidadosamente trabajados; y en un zurrón que colgaba a mi lado estaba el pequeño arcón que contenía el tesoro hallado en Sidón. Miré alrededor y no hallé nada fuera de lugar… solamente una lejana columna negra de humo que emergía entre los picos, semejante a la ponzoñosa miseria que arrojara la fragua del mismísimo Vulcano, podrida de muerte. Pasé horas, bien lo sabe Dios, buscando una senda o una pista que me llevara de nuevo al Nido de las Águilas, pero fue una tarea infructuosa, por lo que tuve que volver a refugiarme en el lugar donde había despertado ante la proximidad de la noche. Me imaginaba huestes de vampiros bebedores de sangre precedidos por hordas de sirvientes humanos, con la pretensión de peinar todas las montañas y sus escondrijos en busca de fugados o supervivientes de la carnicería, pues era evidente que así había sido. Si no, los hassassin me hubieran encontrado de nuevo. Y no recuerdo un día en el que me sintiera tan solo como aquel. Los hombres nacemos en un mundo cruel y somos arrojados a él para que luchemos entre nosotros como perros salvajes. Quizás ese sea nuestro destino. Quizás sea decisión de unos pocos y maldición para la mayoría. Pero ¿y los niños? ¿y los niños que vivían en la montaña, que aprendían, que se divertían y que hacían todas las cosas que se suponen que deben hacer los niños, alejados de tanta miseria? ¿Quién es tan horrible como para poder desear todo ese daño innecesario? ¿Toda esa crueldad gratuita? ¿Por qué los hombres han de idolatrar la guerra por encima de a Dios? Los cruzados nos creímos mejores, nos creímos con la verdad, pero solamente constituimos una parte más del juego sangriento que mueve al mundo. Somos unas piezas más del mismo, aunque desgraciadamente seamos de las mejores en el arte de la destrucción. Maldita sea, ¡maldigo las Cruzadas! ¡Una detrás de otra! ¡Y maldigo a los señores que adoran la guerra! Cristianos o infieles, ¡los maldigo a todos!

¿Por qué Kitor? Me pregunté continuamente durante cada una de las agotadoras jornadas que me llevaron, desorientado, por el sur de Armenia, a través del desierto de Siria, por las llanuras pedregosas de Persia e incluso por los marjales del bajo Tigris y Éufrates, ya fuera como peregrino, viajero o falso mercader sin mercancías protegido por la compañía, que no por la seguridad, de alguna que otra caravana procedente de las diferentes rutas comerciales que surcaban arriba y abajo las viejas satrapías del antiguo Imperio de Alejandro Magno. Parece quizás un largo camino para acceder a Arabia, pero con los mamelucos dominando la tierra donde nació y vivió Nuestro Señor, desde luego se me antojó mucho más seguro emprender semejante rodeo.
¿Por qué la suntuosa capital del olvidado Reino de Saba iba a otorgarme algún tipo de respuesta en mi particular odisea? ¿Qué información podría encontrar en las ruinas del pasado, si es que era capaz de triunfar y encontrarlas allí donde habían fracasado durante siglos innumerables exploradores y saqueadores de tesoros? No tenía ni la menor idea, aunque sin duda el mayor problema radicaba en que resultaba imposible localizar la ubicación de Kitor, como lo había sido la de la gloriosa Ilios, a pesar de la floreada descripción del rapsoda ciego. Y es que, emulando a la insigne obra de Homero, ocurría lo mismo al leer la Sagrada Biblia, porque derramaba multitud de datos acerca de Saba, pero los centraba en su relación con Israel, y el resultado era el de un lugar lejano convertido en leyenda, sin orientación alguna. Bueno, casi ninguna. A veces resulta interesante estudiar las Antiguas Escrituras si se es capaz de “variar” el enfoque con que se interpreta la lectura de las mismas, pues suelen ocultar mucha más información de la que muestran a primera vista... ¿Enseñanzas ocultas, quizás? La Biblia nos dice que Salomón, el rey mago de los hebreos, aprovechó su excelente relación con el rey tirio Hiram I, y explotó las posibilidades que brindaba el puerto fundado por los fenicios en Esyón-Guéber, al sur de Palestina, toda una ruta marítima nueva con la que comerciar con los ricos países de Ofir y Saba. Muchos sabios han especulado que Ofir podría ser Etiopía, el hogar del Preste Juan e incluso una lejana tierra más allá de la inmensidad africana y el infinito océano. También parecen estar de acuerdo en que Saba se situaba al sur de la península arábiga, abierta a todo el comercio con las costas del Índico, las Indias e incluso el lejano país de Catay, hogar de las hordas mongoles. Pero la discusión se extiende sobre el tapete cuando llegamos al color de piel de su reina, más propio del continente africano, por lo que otros sabios optan por situar a Saba más al sur de Etiopía; algunos afirmaban incluso que el gran Nilo nacía en aquel país.
Sea cual sea la verdad, es importante leer entre líneas. Y lo que se deduce de la Biblia es que la reina de Saba visitó Jerusalén para conocer al magnífico Salomón, no por su sabiduría, poder o riquezas, sino para llevar a cabo un tratado comercial beneficioso para ambos, pues Esyón-Guéber estaba estrangulando la economía del Reino de Saba. El resultado de una crisis económica en Saba podía provocar un conflicto militar entre israelíes y sabitas (con previsible victoria del disciplinado ejército salomónico), ya que las crecientes pérdidas económicas preocupaban en exceso a una casta sacerdotal y militar demasiado poderosas y que además desdeñaban acerca de que una mujer les gobernara (todo lo contrario que la plebe, que la adoraba). La importancia del tratado era enorme, y su consecución vital; por eso la reina Balkis realizó la crucial visita a Salomón: porque la supervivencia misma de su pueblo estaba en juego.
La interesante historia de amor surgida entre ambos soberanos quizás planteara una vaga respuesta a mis dudas, por no declarar abiertamente que afloraba con la misma una pregunta trascendental. ¿Quizás el anillo de Salomón, el trofeo que portaba oculto en mi zurrón, establecía algún tipo de relación con su amada Balkis que yo no arribaba a comprender? ¿Quizás ese romance, que dio como fruto un vástago, fuera el origen que motivó la insinuación proferida por el Viejo de la Montaña para que encontrara los restos de Kitor, la capital de Saba? ¿Hallaría por tanto una explicación al interés que mostraban los demonios de la noche por el dichoso anillo que costó la vida de mi benefactora Samira? Así lo esperaba en el interior de mi decrépita alma.
Desde Basora rodeé la costa del golfo pérsico, lejos de Medina, lejos de la Meca. Más semanas y meses de ruta implacable bajo el sol ardiente, alistado en interminables caravanas, que llegaron a su culminación cuando mis gastados huesos dieron con en el mar, que bañó mi piel acartonada y devolvió la vida a mis pies agrietados. Estaba al fin en el lugar por el que me había decidido en mis razonamientos bíblicos. Había optado finalmente por la ubicación yemení, porque me pareció la más lógica en un entorno de estrategia geopolítica. Etiopía y el interior de África estaban demasiado lejos de Esyón-Guéber como para provocar una debacle en una nación que de hallarse en aquellos parajes probablemente tendría multitud de rutas terrestres para exportar sus productos a los países vecinos. Yemen solo tiene el mar. Al norte se extiende el desierto y la desolación. Pero aún así no resulta sencillo, por no decir imposible, poder explorar paso a paso los cientos de kilómetros de la costa índica de Arabia. No lo hubiera logrado, estoy seguro, de no haber sido por aquel extraño sueño…

Aquel extraño sueño en una noche especialmente sofocante. Quizás fueran los temidos djinns musulmanes los que me guiaran, quizás fueran aquellas entidades espirituales, ecos de un pasado inconcreto, las que me poseyeran y me guiaran a lo largo de una infinita playa, entre visiones demoníacas. Quizás más que un sueño se tratara de una pesadilla, pues ante mí, lejos de cualquier reducto de humanidad, surgieron unos muros ciclópeos, anormales, abstractos, surrealistas, deformes, desafiantes, rematados por una pequeña edificación con cúpula que identifiqué como un templo pagano, allá a lo lejos, en la inconmensurable altura de la divinidad; justo allí, donde pocas horas antes no había nada más que arena y olas que se estrellaban contra las piedras… justo allí, donde nunca más volvería a haber nada que no fuera el calor del sol y la ausencia de la vida.

domingo, 4 de marzo de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre VI

Desperté bajo un techo de infinitos luceros en un manto de negrura. Mi cuerpo se estremeció por el calor de una pequeña hoguera a mi lado e hice un amago de incorporarme, pero todavía me dolía la cabeza, aunque eso no fue molestia alguna para ver a los tipos de trajes grises que me rodeaban. No iban enmascarados, y sus rostros eran heterogéneos, multiétnicos, pero sobretodo agradables, a pesar de reflejar en sus semblantes una tristeza profunda, una amargura insondable de pérdida. El hombre de la ballesta  estaba sentado a mi lado, y me miraba fijamente mientras afilaba su daga contra una piedra.
-¿Te encuentras bien? –dijo. El resto de hombres se acercaron.
No contesté. Instintivamente registré mis prendas, no en un intento de encontrar heridas o magulladuras, sino con un inexplicable ansia por… sí, allí, entre pliegues, estaba la cajita con el extraño objeto.
-No te hemos robado nada –interpeló el infiel, con expresión ofendida.
-¿Me puedo considerar un prisionero? –aventuré.
-¿Tú qué piensas? –respondió, señalando a mi costado con la daga que afilaba.
Comprobé que el alfanje de Samira estaba a mi alcance, y lo cogí… para envainarlo, pese a que fugazmente se había cruzado por mi mente la idea de rebanar el cuello de aquel tipo. Supongo que lo que me contuvo fue la extraña sensación de no creerme acorralado, de ser libre de mis actos, de no estar maniatado; pero aún así…
-Recuerdo la oscuridad repentina… -acusé.
-Lo siento. Tuvimos que sedarte con un dardo opiáceo –el agareno tenía un tono amable, pero cortante al mismo tiempo. Demasiado escueto, pensó el templario-. No queríamos dañarte.
-O que os hubiera dañado yo –osé.
El infiel sonrió con suficiencia, escéptico de mi afirmación.
-Me llamo Hassan –continuó.
-Yo soy Jacques de Molay –Hassan volvió a sonreir ante la evidencia-, aunque ya lo sabíais. ¿Sois…?
-Hassassins –asintió-. Veo que llevas el colgante de Samira –su semblante se hundió en la amargura todavía más.
Enmudecí durante unos instantes, y cuando recobré las fuerzas suficientes para hablar, Hassan me hizo callar con un gesto.
-Tranquilo. Sabemos que no eres un enemigo. Samira informó a un agente nuestro en Damasco que tenía la intención de ir a Sidón contigo para evitar la caída de ese talismán en manos de… -el infiel se detuvo- Samira tenía el don de la clarividencia y es evidente que te eligió como compañero de aventuras en lugar de a cualquiera de nosotros –sus palabras destilaban una cruel mezcolanza de rabia, celos, incomprensión e incluso desprecio-. Y soy incapaz de explicarme por qué lo hizo.
-No sé qué pretendes que te diga. Yo tampoco lo sé. De hecho nunca supe el objetivo de nuestra internada en Sidón, hasta el último momento.
-¿Cómo murió? –me espetó de repente.
Los hassassins se sentaron alrededor mío mientras relaté lo más fielmente que pude el encuentro con el ser demoníaco en la cripta de la pequeña iglesia templaria. Parecieron no estremecerse por mis explicaciones; solamente mostraron su sorpresa al final, y esta fue digna de verse reflejada en sus ojos.
-¿Le cortaste la cabeza? –preguntó un hassassin de piel extremadamente tostada.
Asentí.
-¿Y dices que así murió? –insistió otro, esta vez de una tez más suavizada.
Volví a asentir.
-Nunca hemos matado a ninguno –afirmó Hassan-. De hecho, una vez llegamos a capturar a uno cerca del Jordán, pero se fundió en la tierra y desapareció ante nuestros ojos.
-El demonio que me encontré en Sidón era diferente al de Urfa, pero emanaban un aura de maldad tan fuerte que les hacía tan parecidos… ¿Pero qué clase de demonios son?
-Quién sabe, cruzado. Esos demonios, como tú los llamas, fueron alguna vez hombres. Ahora son seres malditos, no vivos ni muertos, depredadores nocturnos que se alimentan de la sangre de los vivos hasta la extenuación de sus víctimas.
-Bebedores de sangre… -comenté- He oído historias sobre estos seres en Europa oriental, en las oscuras Valaquia y Transilvania. Los lugareños dicen que al caer el sol se llevan a los bebés y a las doncellas. Creía que eran leyendas para asustar a los críos. Les llaman vampyrs.
-Vampyrs, no muertos, demonios… Da igual el nombre.
-Creemos que el fuego les hace más daño que las armas –terció un hassassin de rasgos centroasiáticos.
-También pensamos que la luz del sol les daña –apuntó Hassan-, pues solo aparecen por la noche. De hecho, jamás hemos topado con ninguno durante las horas diurnas. Para eso tienen a sus lacayos.
-Los esbirros que le acompañaban –deduje-. De todas maneras parecían mucho más fuertes que cualquier humano, y las heridas no les aturdían, o debilitaban.
-Son mortales. Excepcionalmente fuertes y vigorosos, sí, pero mortales al fin y al cabo. Hemos capturado alguno que otro. Al final se vuelven locos, demandando entre gritos el alimento que les proporcionan sus amos, y que no es otro que sangre. Ante la ausencia de ella se consumen poco a poco hasta morir. Por ello sabemos que los no muertos los vinculan mediante su propia sangre y los convierten en esclavos de extraordinaria fidelidad.
Hassan hizo una pausa.
-Amanecerá dentro de poco. Descansa algo más. O si lo prefieres, come algo –y señaló lo que quedaba de un conejo asado.
-Estoy bien –dije-. Podemos marchar ahora mismo.
El hassassin negó.
-Solo viajaremos por el día. Y más teniendo en cuenta que estamos cerca de nuestra base.
-Vaya. Así que al fin estaba a punto de encontraros.
El infiel bufó.
-Ni en el mejor de tus sueños –aseveró-. Nunca habrías encontrado el Nido de las Águilas. Está bien escondido, y mejor defendido. Nuestros vigías habrían acabado contigo antes de que te dieras cuenta.
Así que todo se reducía a una odisea inútil por las montañas de Anatolia, el norte de Siria e incluso Armenia y todo el Cáucaso. Un viajero, por muy experto que fuera, solo podría encontrar la fortaleza hassassin si los asesinos lo permitían. Y eso sucedía, por lo visto, solo si ellos te encontraban antes a ti.
-Partiremos al alba entonces –accedí, resignado.
No bien los primeros rayos de sol iluminaron los pedragales que nos rodeaban, nos internamos a lomos de caballo por entre escarpados riscos y profundas grietas abiertas en la piedra por la mano de gigantes bíblicos. En algunos puntos un paso en falso podía condenarte a una caída de cientos de metros, mientras que en otros solo era posible el viaje en fila india por la estrechez de unas simas en las que las paredes rozaban las extremidades y en las que era, en ocasiones, necesario desmontar y proseguir a pie. No sé durante cuántas horas deambulamos y cierto es que perdí la noción de la ubicación. Solamente las lejanas cumbres nevadas donde, según los ancianos del lugar, se erigía el monte Ararat, servían como ciclópeos puntos de referencia, ya que el sol parecía volverse loco y bailar en el cielo para situarse en lugares en los que no debería estar.
Llegados a un punto en que un riachuelo corría salvajemente entre los riscos, Hassan se volvió hacia mí con un pañuelo en la mano.
-Es necesario –dijo, lacónicamente.
Entendí aquella medida de seguridad y dejé vendarme los ojos. El trayecto a partir de entonces se tornó más asfixiante aún si cabe. De vez en cuando una mano se posaba gentilmente en mi hombro para indicarme que inclinara la cabeza, o me cogía del antebrazo para orientarme sobre un firme irregular. Lo cierto es que juraría haber estado vueltas durante eones.
Cuando por fin me quitaron la venda me encontré en mitad de un patio de armas, rodeado por paredes de roca y por almenas y torreones de piedras, plagados de guardianes. Los diferentes edificios, por definirlos de alguna manera, eran apéndices que surgían del mismo risco, y sus ventanas no eran más que oquedades abiertas a pico. ¿Acaso toda aquella montaña estaba horadada? Incluso desde mi posición podía ver con cercana claridad las nubes que flotaban a nuestra altura, y podía atisbar a lo lejos las serranías más bajas que la cima donde me hallaba. Ahora entendía por qué era una fortaleza tan inexpugnable y tan difícil de encontrar. Estaba, de alguna manera que no alcanzo a comprender, excavada en la misma roca, camuflada entre las singularidades de cualquier otra montaña. No era diferente de las demás en apariencia, y eso le garantizaba un anonimato absoluto.
En el mismo patio, decenas de hassassins entrenaban tácticas de combate. Cesaron en sus singulares duelos para prestarme atención momentáneamente y prosiguieron con lo suyo.
-El Viejo de la Montaña te está esperando, pero su deseo es que primero comas y descanses un rato de tan arduo viaje –dijo Hassan-. Te acompañaré a tus aposentos.
Maravillado por la grandiosidad del lugar, me dejé llevar.

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre V

Llevaba varios días deambulando infructuosamente por las agrestes colinas del norte de Siria y estaba a punto de arrojarme a los límites de la desesperación, o directamente al estanque lleno de peces que podía observar desde aquella taberna en Urfa, cuya frescura me atraía. Mientras, consumía con pequeños sorbos un té moruno que había aderezado con un chorrito de un excelente licor anisado que conseguí en el zoco de la ciudad. Mirando cómo los últimos rayos de sol se perdían entre las cumbres de poniente, intenté sopesar las alternativas que se me planteaban.
¿Seguir buscando la dichosa fortaleza hassasin por aquellas montañas? Anatolia era escarpada, engañosa, fácil para las emboscadas, plagadas de bandidos y lo que era peor, de turcos, que, en su incipiente expansión, suponían un peligro tanto para los bizantinos como para los mamelucos. Armenia no era desde luego un lugar menos inhóspito: aquí los kurdos sustituían a los turcos, siempre tan levantiscos y territoriales. Urfa misma era un reducto kurdo. No había miedo, desde luego, pero era cuestión de pensarse el evitar cualquier contratiempo innecesario.
Pedí otro té y arrojé unas monedas herrumbrosas sobre la madera. Las primeras estrellas titilaron en el cielo. En la mesa contigua se sentó un grupo de varios individuos, ataviados con capas oscuras. Yo les presté atención solamente porque uno de ellos, al echar la capucha hacia atrás, reveló una piel demasiado blanca para la climatología de aquellos lares. Era pelirrojo, con algunas pecas, pero sin duda sus rasgos eran semíticos, y sus modales parecían tan refinados como los de la mayoría de los sirios, cosa que había aprendido por experiencia. El tipo, de larga melena rojiza, me clavó la mirada y sonrió. Un hormigueo de intranquilidad recorrió mi cuerpo pues la sonrisa, cortés, parecía contener un atisbo de ironía, como si mi disfraz de mercader fenicio precapitalista no fuera todo lo convincente que me imaginaba. En aquellos labios morados afloraba un reto vengativo y cruel, sarcástico y temible. Los ojos del hombre brillaron al reflejo de la luna y volvió a la conversación con sus compañeros.
Yo intenté centrarme en mis pensamientos. ¿Abandonar la búsqueda? ¿Volver a la costa y embarcarme? Imposible. Las rutas comerciales estaban cortadas. Podría llegar a Egipto, pero no más lejos. Ni siquiera era posible acceder a Chipre, el reducto cristiano más cercano, donde me esperaban mis compañeros. Nadie se atrevía a hacer un viaje tan arriesgado con la flota mameluca, tan agitada como un hormiguero, esperando en el mar. Además, tenía una deuda con Samira. Por salvarme de las garras del sultán mameluco. Y por redimirme. No, no huiría. De alguna manera encontraría la fortaleza de los temibles asesinos, y con su ayuda, o sin ella, hallaría al amo del demonio que acabó con Samira y la vengaría.
Además, había que tener en cuenta la otra cuestión…
-Perdón, ¿no habréis visto a un templario por estos lares?
Levanté la cabeza. Frente a mí, el pelirrojo se erguía con expresión soberbia.
-No. No he visto a nadie así –dije con toda la seguridad de la que pude hacer gala, esperando que mi acento franco no se trasluciera demasiado bajo mi rudimentario árabe.
-Vaya; me pareció estar seguro de que le conocíais –respondió el pelirrojo, observándome fijamente. Su mirada destilaba astucia y odio al mismo tiempo. La empuñadura de un alfanje asomó entre sus ropajes.
-Pues no. Os equivocáis –insistí con torpeza.
-Mil perdones, señor –dijo-. Y gracias –soltó en un francés defectuoso.
Demasiado tarde me percaté de la ingeniosa treta del sirio para hacerme revelar mi verdadera identidad; aunque había podido evitar contestarle, la expresión de mis ojos dejó bien claro que le había entendido a la perfección. Me disponía a huir prudentemente de allí, cuando vi que el pelirrojo había desenvainado su alfanje, de hoja fría y resplandor tétrico. Su rostro había palidecido de repente y sus ojos se habían tornado insondables como la noche más oscura. Y, aunque parezca imposible, su lengua se había afilado horripilantemente hasta sobresalir más de un palmo de su boca y los colmillos habían salido proyectados para alcanzar la envergadura de los de un león. Los compañeros que le rodeaban saltaron enérgicamente de sus bancos con la intención de cortarme cualquier posible salida. Miré a los ojos del sirio, petrificado por la sorpresa, pero mi instinto curtido en numerosas batallas me hizo esquivar en el último momento el mandoble que iba a mi brazo y que terminó rompiendo el vaso de té moruno. Rodé por el suelo para derribar a uno de los lacayos de aquel demonio, tan parecido y tan diferente al mismo tiempo que el de Sidón, y con un movimiento rápido saqué mi daga y la incrusté en el pecho del derribado, que aulló de dolor mientras una fuente de sangre manaba de la herida. Entonces me puse en pie y saqué el alfanje de Samira, el cual había hecho ya mío.
-¡Le quiero vivo! –siseó el sirio.
Los secuaces, cimitarras en mano, se me acercaron; comprobé que el aspecto de los mismos era totalmente humano, pero la alegría me duró poco. El herido se incorporó de un salto y rugió con odio. ¿Cómo era posible? Estaba seguro de que la puñalada había sido mortal. La herida seguía manando sangre, pero el aspecto del esbirro era tan saludable como las circunstancias le permitían.
-¿Quiénes sois? –fue lo único que acerté a decir.
En lugar de una respuesta dialogante, los esbirros se abalanzaron cuales Mossos d’Esquadra sobre una indefensa estudiante de Secundaria. Pero frente a ellos tenían a un luchador consumado dispuesto a vender cara su vida. Paré con mi espada la hoja de un lacayo y esquivé el tajo de otro que, lanzado en tromba por el impulso, mostró sus posaderas para que yo las pateara sin piedad y arrojara al indeseable contra un murete. Giré sobre mí mismo para proteger mi flanco y rebané la mano de un tercero. Pero incluso así, el manco sacó con la otra mano una pequeña maza y arremetió de nuevo, como si nada hubiera pasado, como si el dolor fuera insignificante, a pesar de que estaba gritando como una bestia.
Ante la expectativa, brinqué a lo alto de una mesa para dominar el campo de batalla, cosa que conseguí momentáneamente tras propinar una dura caricia con la bota en la cara del secuaz que no paraba de escupir sangre por el pecho.
-¡Ríndete! –ordenó el sirio- ¡No podrás con todos nosotros!
-Pues ven tú solo en vez de enviar a tus perros, si eres tan valiente –le espeté.
A pesar de estar a unos tres metros más o menos, el pelirrojo, loco de rabia, saltó como un felino para caer sobre mí y derribarme de mi posición. Ambos dimos con nuestros huesos en el duro suelo, pero al demonio pareció no afectarle lo más mínimo y me aferró con una fuerza sobrehumana, clavándome unos dedos como cuchillos. Entonces abrió las fauces y apuntó con sus colmillos, de los que emanaba una putrefacción insoportable, un olor solamente capaz de ser definido como la antesala de la muerte, directamente a mi cuello. Yo le solté un cabezazo en plena boca y el dolor fue tan intenso que me quedé aturdido unos instantes. El sirio me soltó y levantó la cabeza hacia la bóveda nocturna: uno de sus colmillos estaba roto y colgaba de un hilo de carne. De repente, un corto pivote de ballesta se incrustó en uno de sus ojos y el engendro saltó lejos de mí, aullando.
Miré a mi alrededor y me creí totalmente poseído por la locura cuando comprobé que las sombras se movían a una velocidad vertiginosa. La cabeza de uno de los lacayos se deslizó de su cuello y cayó pesadamente al suelo al paso de uno de aquellos espectros por detrás de él. Otro pivote surcó el aire y fue a parar al cuello de otro esbirro. Las sombras fueron tomando forma definida poco a poco mientras el resto de secuaces del demonio cayeron pesadamente, descuartizados. Y definitivamente muertos. El sirio, lejos de enfrentarse con las sombras, lanzó unas maldiciones en una lengua irreconocible y desapareció tras una cortina de humo que había surgido de la nada.
Yo aferré mi alfanje y me incorporé para enfrentarme a los recién llegados. Iban vestidos con telas grises y envueltos en capas, las cabezas ocultas bajo unas capuchas y los rostros velados tras una especie de pañuelos que dejaban solo los ojos, de intensa mirada, al descubierto. Guardaron en la profundidad de los ropajes alfanjes, cimitarras y dagas y, uno, ballesta en mano, se descubrió la cara y se acercó a mí.
-No temas, Jacques de Molay –dijo en árabe-. Hemos venido a ayudarte.
Parecía que todo el Islam conocía mi nombre y me perseguía, y lo peor es que estaba comenzando a acostumbrarme. Pero no podía soportar la posibilidad de otra mentira a manos de otro demonio, de un nuevo engaño, de una eterna celada para sumirme en la inopia. Por eso me lancé con la hoja en ristre dispuesto a morir o asestar un golpe definitivo a aquellos nuevos rufianes.
La oscuridad llegó sin avisarme.

miércoles, 18 de enero de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre IV

Samira guardó su daga bajo el cinturón, pero dejamos el resto de armas y los objetos más pesados en la playa, y nadamos hasta el arrecife donde se erigía el Castillo del Mar sin ser vistos, gracias a la habilidad portentosa de la muchacha por aprovechar las posibilidades que brindaba la oscuridad, aunque ello no nos hubiera salvado de que un proyectil cayera fortuitamente sobre nuestras cabezas; y di gracias a Dios porque no sucediera tal desgracia. En la parte de atrás existía un muelle pequeño, donde en aquel preciso instante un grupo de hombres se afanaban en cargar un bote con alforjas y arcones. Quiso la desgracia que un saco lleno de pez incendiado cayera sobre ellos, provocando una explosión mortal. Unos guardias salieron para socorrer a sus camaradas, momento en el cual Samira aprovechó para empujarme y entrar ambos por la puerta trasera. Yo no sabía las pretensiones de la hassasin, y me hubiera quedado gustosamente a ayudar en aquel desaguisado, pero su insistente mirada abortaba todo tipo de reacción por mi parte. Nadie reparó en nosotros ya que estaban demasiado ocupados en defenderse y mantener el orden dentro de aquél caos imperante.
Samira parecía conocer perfectamente la disposición del interior de la fortaleza, pues se dirigió directamente a la pequeña capilla templaria, en la que entramos para comprobar que el altar había sido retirado, mostrando así una oquedad por la que unos escalones desgastados llevaban a las entrañas del islote, probablemente a alguna cripta oculta para la mayoría de los hermanos de la Orden.
El agujero se ensanchó bajo la superficie y pudimos bajar los escalones erguidos, al abrigo de unas paredes de roca iluminadas por el extraño juego de luces que emitían las teas que habían sido colocadas de manera improvisada. El brillo hipnótico reveló la presencia de un cuerpo tirado en la escalera. Se trataba de un sargento de la Orden, con el cuello destrozado, más bien diría rasgado, empapado de su propia sangre y con una expresión de miedo atávico en sus ojos.
-Vamos, de prisa –susurró Samira-. Se nos han adelantado.
-¿Quién? –pregunté, alterado. Pero la sombra de la hassasin ya se había perdido escaleras abajo. Así que cogí la espada del templario para que me ofreciera un mejor servicio que a su dueño anterior, y me lancé a la oscuridad juguetona.
Lo que hallé me dejó patidifuso, o mejor dicho, totalmente petrificado. De cara a mí, un demonio, pues soy incapaz de describir su presencia como otra cosa, mantenía sujeto a un caballero templario, sujetando sus hombros mientras chupaba la sangre que surgía del desgarrado cuello de su víctima con un sonido vomitivo. Los ojos de la bestia se clavaron en mí, brillantes de satisfacción, de gula insana, de deglución espiritual y material. Sus pupilas, de una oscuridad insondable, se relamían de antigüedad y maldad.
Empuñé la espada frente a aquella progenie satánica y él, sin apenas gesto alguno, soltó su fuente de alimento, no sin antes hacerse con un pequeño cofre que el caballero aferraba contra su pecho. Entonces, el demonio torció el cuello, bravucón, y dio un paso hacia mí, con una sonrisa que mostraba sus colmillos desproporcionadamente grandes, punzantes, embebidos en sangre.
Mi cerebro reaccionó y los sentidos volvieron a funcionarme, como si hubiera surgido de un embrujo. Entonces, pude tener una visión general de la cripta, una cueva, excavada en la roca quizás hacía miles de años, repleta de todo tipo de objetos, la mayoría crematísticos, como joyas y arcones rebosantes de monedas de oro y plata; pero también había numerosas tallas en madera o piedra de Nuestra Señora con Jesús de Nazareth, y de la Magdalena. Pero ni rastro de Samira.
Sentí el aliento pestilente de la bestia, que ahora se me antojaba mucho más humana, con rasgos claramente europeos y vestimenta árabe. A punto estuve de bajar la guardia, pero un repentino movimiento de las manos de mi contrincante, acabadas en afiladas zarpas, me indujo a lanzar una estocada con la espada templaria, que chocó contra el suelo, pues el demonio chupador de sangre esquivó el golpe con una insultante facilidad. De repente, le tenía junto a mí, y me retorció el brazo armado. Grité de dolor, caí de rodillas y solté la espada. Con la otra zarpa me arrancó la túnica y lanzó sus fauces hacia mi cuello desnudo. Pero en lugar de morderme, lanzó un aullido gutural, me envió de un manotazo contra la pared y se protegió la cara, de la que surgían volutas de humo pestilente. El golpe contra la piedra me aturdió y no pude moverme durante unos instantes, pero ello no me impidió darme cuenta de que la cruz bendecida que colgaba de mi cuello brillaba. Sin duda el demonio no había podido enfrentarse al poder de Dios.
De las sombras surgió Samira, y lanzó varios tajos con su daga contra el cuerpo del chupasangre, aunque aquello pareció enfurecer más que dañar al engendro del infierno, entonces clavó la hoja en la muñeca del monstruo, que abrió la mano que sostenía el pequeño cofre y la hassasin se hizo con el botín. Ante la estupefacción del chupasangre, la joven se acercó a la salida y me lanzó una mirada compasiva.
-Deuda saldada, valiente caballero -dijo.
Así que allí nos separábamos. Yo no había sido más que un cebo, una distracción útil para hacerse con aquel tesoro. Lejos de notar la dolorosa punzada de la traición, mi alma entró en paz, conocedora y aceptante de mi siniestro futuro como alimento para la bestia. Quizás aquello fuera lo justo, ya que la muchacha salvó mi vida una vez, y aunque su motivo fuera el oportunismo, yo sentía que quizás había salvado también mi alma pecaminosa.
Con una celeridad pasmosa, el demonio agarró a la hassasin por el cuello y la alzó en el aire. Sus ojos refulgían odio, y sus palabras, ininteligibles, rezumaban un eco inhumano. Yo ordené a mis miembros moverse y pude llegar hasta la espada templaria. La garra del chupasangre destrozó el torso de la joven y sus putrefactas uñas atravesaron la carne para salir por la espalda.
La rabia inundó mis músculos y lancé un tajo con las fuerzas que me quedaban, espoleadas por la ira, por el odio hacia aquella criatura infernal que había arrancado la vida de la persona que me había congraciado con la redención que mi espíritu jamás hubiera esperado hallar.
La cabeza del demonio cayó al suelo y rodó con cara de sorpresa infinita, golpeó contra una talla de la virgen y comenzó a descomponerse a una velocidad vertiginosa, hasta convertirse en polvo, hasta verse reducido a cenizas y restos de huesos carbonizados; al igual que el resto del cuerpo.
Me arrodillé ante Samira.
-Nunca quise traicionaros –dijo. Escupió sangre.
-Lo sé –realmente, nunca lo supe. Nunca lo sabría. Pero eso no importaba.
-El cofre… su contenido -la joven lloraba, entre estertores-… os ayudará a derrotar… al verdadero demonio… mi misión… es la vuestra.
¿Era posible aquello? Yo también estaba llorando.
-Tomad –aferró su colgante, tiró de él y me lo dio-… No me olvidéis –y su alma abandonó el cuerpo.
-No podría.
Besé en la frente a Samira y escupí sobre los restos del chupasangre, que no era más que un esbirro de alguien más poderoso y maligno, si debía hacer caso a las palabras de la muchacha. Miré el contenido del cofre. ¡No me podía creer que fuera…! ¡Sí, no podía tratarse de otra cosa…! Salí de allí con el corazón constreñido, y una vez fuera, vi cómo los sarracenos invadían ya las murallas ante unos desesperados templarios. Pude haberme quedado y morir con ellos, pero también sabía que la misión, fuera cual fuera, tenía un alcance mucho más decisivo, no ya para la causa cruzada, sino para toda la cristiandad, quizás para toda la humanidad. Por eso nadé de vuelta, horrorizado ante la expectativa de la incertidumbre que se abría ante mí, pero con la claridad acerca del lugar que tendría que visitar a continuación y con ello conseguir las primeras respuestas. Supuse que aquella fortaleza entre las montañas al norte de Siria no sería tan difícil de encontrar… y además tenía el salvoconducto de Samira.

sábado, 14 de enero de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre III

Por supuesto que conocía a los hassasin. ¿Y quién no? La fama de eficacia de la que adolecía la temible secta era de sobras conocida en cualquier rincón del oriente próximo, aunque, a ciencia cierta, nunca se había demostrado ningún crimen producido por aquellas sombras asesinas, por lo que, al menos a mi parecer, no se trataba más que de habladurías, de leyendas para asustar a los más ingenuos.
Y sin embargo tenía a Samira frente a mí.
-El viejo de la montaña, nuestro líder, es mi tío –me explicó durante toda la noche, en la que no paramos nada más que para dar un breve respiro a los rápidos y asombrosamente resistentes caballos árabes que montábamos-. Mis padres murieron de peste siendo yo muy pequeña, y mi tío no quiso que extraños se encargaran de mi educación –torció el gesto en una sonrisa socarrona-. Supongo que no quería que me convirtiera en moneda de cambio para satisfacer la insana lujuria de cualquier asqueroso varias veces mayor que yo. Imagínate, yo, una mujer, entre decenas de hombres; de hecho, la única mujer, la primera desde los orígenes de la secta.
-Dicen que os entrenan a conciencia, hecho que he de reconocer sin la menor duda –recordé la facilidad con la que se batió con varios guardianes-. Os debo gratitud.
Samira me arrojó una mirada orgullosa.
-Me debéis más que eso. Ya os he dicho que por vuestra culpa he fallado en mi misión.
-Entonces estoy más que nunca en deuda con vos. ¿Y puedo preguntar la naturaleza de la misma?
-No os importa, aunque ya tendréis ocasión de resarcirme por ello, no lo dudéis.
La muchacha hizo una larga pausa, como cavilando dar rienda suelta a la lengua.
-Hace unas semanas –soltó al fin-, llegó una comitiva de cruzados, tanto de vuestra Orden como de los hospitalarios, a los alrededores de nuestra fortaleza. Nuestros centinelas los encontraron primero, pues ésta está bien oculta amén de ser inexpugnable. Para suerte de los vuestros, tenían un encargo para la secta, y se permitió que un heraldo de cada Orden se entrevistara con el viejo de la montaña. Su petición estaba acorde con la excelente compensación económica que ofrecieron. Mi tío aceptó, y debido a lo arriesgado del encargo decidió enviar a su mejor asesino.
-A vos –dije.
Samira sonrió.
-La mejor manera era introducirme como una concubina más. Y después de planearlo todo a la perfección, tanto el momento como el lugar, la disposición de las vías de escape –gruñó-, entonces llegasteis vos como prisionero después de la caída de Acre.
-¿Y en qué os he impedido yo la realización de vuestro cometido? –el cual me empezaba a imaginar. Si los cruzados querían de alguna manera detener la marea sarracena, lo mejor era descabezar a la bestia. Aunque para los hassasin la geopolítica no tuviera tanta relevancia como el trato en sí. Daba igual lo que sucediera con los cruzados en Tierra Santa, los asesinos cumplirían su palabra aunque el resultado no alterase para nada el futuro oscuro que se abatía sobre los lugares que hollara nuestro señor Jesucristo- Podíais haber asesinado al califa en cualquier momento. Incluso cuando iban a separar mi dura cabeza de mi tullido cuerpo.
-¡Necio! – rugió Samira- ¡El califa no es mi objetivo! Se trata de algo mucho peor. ¿Entendéis algo de magia? ¿De demonios, acaso?
Me mostré estupefacto ante la revelación.
-Además, maldito bribón escudado en hábitos de monje, desde que os vi se me estremeció el alma como jamás me había temblado ningún miembro.
Llegamos a una colina repleta de huertos, árboles frutales y cedros desde donde divisamos allí abajo la milenaria ciudad de Sidón. Todavía era de noche, y pese a la escasísima luminosidad que traía el alba que rayaba en lontananza detrás de nosotros, se podían divisar columnas de humo negro que surgían por doquier en la ciudad, acompañadas de gritos de hombres, mujeres y niños. El ejército del califa se hallaba en plena rapiña mientras un nutrido grupo de tropas asediaba una pequeña fortaleza unida al puerto por un puente de piedra. A lo lejos, en el mar, se divisaba una galera a la que varios botes cargados con todo tipo de cajas y arcones se afanaban por ir y venir, ajenos al bombardeo sistemático que las máquinas de asedio arrojaban sobre el Castillo del Mar.
Thibaud Gaudin se disponía a huir de nuevo. Dios amparase a los pobres infortunados que se hallaban tras los muros, pues no hallarían compasión alguna.
-Llegamos tarde –la voz de Samira tenía el tono de la frustración.
Yo desenvainé el alfanje y me dispuse al suicidio.
-¿Qué haces? –dijo- Vístete con las ropas que he dispuesto en tu equipaje.
En una alforja, efectivamente, hallábase un uniforme sarraceno. Me cubrí con aquellos ropajes por encima de mi túnica templaria.
-¿Qué plan tienes? –pregunté.
-Rodeemos la ciudad y bajemos al puerto. Si aún no es demasiado tarde…
Pero la frase quedó inacabada y tuve que poner todo el empeño en seguir los cuartos traseros de aquella temible mujer.

lunes, 9 de enero de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre II

Aunque mi cuerpo había cerrado sus heridas, las del alma se abrían cada día más con desgarradora crueldad, amén de que toda la fortaleza (que me proporcionaban los suntuosos manjares y los curativos bálsamos que me proporcionaba Samira) se perdía como arena entre los dedos debido a mi férrea firmeza ante las inclementes torturas a las que fui sometido durante días, quizás semanas, por aquellas odaliscas expertas en los placeres de la carne. Aquella situación me mantenía en un estado de prolongado y exhausto sopor, lo cual era aprovechado por mis captoras para intensificar sus dotes interrogatorias.
En uno de los escasos momentos de descanso, Samira se acercó, sigilosamente, y me confesó al oído.
-Se acabó tu tiempo, cruzado.
La miré con expresión huraña, sin comprender. Sus ojos, rojos, derramaban lágrimas. Entonces comprendí que mi fin había llegado.
-No… no he confesado… -balbucí.
-No ha sido necesario. Esta mañana llegaron unos mercaderes cristianos. Buenos, en realidad fueron capturados cerca de Tiro por nuestras tropas. La única razón por la que sus cabezas no fueron separadas de sus cuerpos es que dijeron que en realidad querían entregarse para dar una información que podría resultar de lo más interesante para el califa. Te puedes imaginar acerca de qué.
-¿Thibaud? –aventuré.
-Efectivamente. Dicen que lograron embarcar en su nave, supongo que mediante una buena suma de monedas, y que recalaron en el único puerto cruzado que queda en Palestina.
Sidón. Arrugué el entrecejo.
-Mostráis sorpresa –Samira me soltó una sonrisa compasiva-. Eso quiere decir que la historia de los forasteros es cierta. Habéis demostrado fidelidad hacia vuestros hermanos, pero temo que ahora tienen las horas contadas.
Cerré los ojos, e invoqué una corta oración por los templarios que iban a morir en el Castillo del Mar de Sidón. Seguro que el vasto ejército del califa iba ya en dirección a la ciudad.
-Fue una sorpresa para el califa –continuó la musulmana-, pues estaba casi seguro de que partirían rumbo a Chipre, y de ahí hacia Europa –hizo una pausa-. Los mercaderes han confesado que sacaron de la galera un enorme arcón de piedra. No sabían lo que había en su interior, pero oyeron a los templarios comentar que gracias a Dios, “aquello” estaba a salvo de las manos infieles. Sospecharon de algún tesoro material, como las joyas y riquezas con las que les ha colmado el califa.
-¿Sabes el nombre de esos perros? –yo no creía que ningún miembro de la Orden les traicionara, pero si era el caso, quería estar al tanto para reparar el daño alimentando a los buitres con las vísceras de los traidores.
-Mmmmh… Unos se llama Karl. Y el otro Gustaf. Realmente repulsivos.
-No los conozco –apreté el puño con rabia.
De repente, un sonido de metales entrechocando entró en la sala. Un grupo de fornidos soldados se abalanzaron sobre mí y aprovecharon mi debilidad para capturarme. Uno de aquellos animales pateó a Samira para alejarla de mí, y limpié aquel deshonor de un escupitajo en la cara del infiel, que era prácticamente lo único que podía hacer. El cobarde me abofeteó con dureza y sentí sus puños en mi estómago y espalda. Incapaz de resistirme, me arrastraron por pasillos en los que de vez en cuando salía algún eunuco que volvía a refugiarse en las sombras; incluso pude atisbar entre la sangre que cubría mi rostro a las esclavas que me habían proporcionado tantas horas de tortura. Las pobres tenían la mirada triste. Quizás mi trato respetuoso les había hecho sentir que su tarea no era todo lo desagradable que podía esperarse.
Llegamos a una sala grande, austera, fría, sin ningún tipo de adorno a no ser por el manto rojo de, seguramente, sangre seca, y por un gran tocón de madera. La escasa luz rojiza del atardecer que entraba por un ventanuco iluminaba la grosera figura de un gigante que portaba la cimitarra más grande que había visto jamás.
Me ayudaron a arrodillarme con un tremendo golpe en la cabeza, y pusieron esta sobre la áspera madera reseca, a pesar de ser embebida de vez en cuando por el fluido vital de los cristianos incómodos. Mi posición debía ser del todo ridícula ya que los insultos y vejaciones pasaron del tono aceptable.
-Vas a morir como la rata que eres, infiel –el gigante, que para mi sorpresa sabía hablar, levantó la hoja en el aire sin apenas esfuerzo.
Cerré los ojos de nuevo, pero esta vez para orar por mi pecaminosa alma, mientras esperaba el tacto frío en mi cuello. Al menos sería rápido.
Solo que el acero no cayó. En su lugar una mole de carne me aplastó (y aturdió) durante unos segundos, a la vez que los gritos de asombro y terror de los soldados retumbaban en mis oídos como martillos en un yunque. Abrí los ojos y vi que un pivote de hierro atravesaba el cuello del verdugo. Un par de guardianes yacían también en el suelo y un silbido llevó a otro más al infierno, cayendo su cuerpo junto a mí. Me hice rápidamente con su alfanje y pude detener el golpe letal de otro sarraceno, el cual perdió el equilibrio y la vida por culpa de una figura que se movía a la velocidad del rayo.
Samira, con una agilidad felina, esquivaba golpes y rebanaba gaznates con una simple daga. En su cinto colgaba una pequeña ballesta de acero.
-Levantad, cruzado –me ordenó.
Así lo hice y me uní a la lucha, con más ganas que fuerza, aunque afortunadamente, la confusión del momento me hizo ganar varios combates singulares, al estar los litigantes más preocupados de por dónde podía venir un nuevo tajo mortal que por un cristiano medio muerto a golpes. Los pocos guardias que quedaban huyeron a toda prisa por las lúgubres galerías.
-Pero, ¿cómo es posible? –observé a Samira. Ya no era la indefensa odalisca de palacio. Ante mis ojos tenía a una auténtica máquina de matar, vestida de negro, encapuchada y con el rostro casi cubierto a excepción de los ojos.
-No hay tiempo. Vámonos –me cogió de la mano, y la fragilidad de su tacto se tornó en la fortaleza de la decisión, tirando de mí con un ímpetu imposible de contrarrestar.
La seguí como pude por pasillos, escaleras, recovecos, esquinas y quién sabe cuántos lugares más. Resultaba evidente que se conocía la disposición del palacio del califa a la perfección. Al final salimos a la oscuridad de la noche, cerca de una fuente, donde dos caballos ligeros y rápidos nos esperaban, totalmente ensillados. Hasta muchos kilómetros lejos de Damasco, entre dunas, no detuvimos el paso.
-Por tu culpa he fracasado en mi misión –soltó Samira, enfadada.
-¿Tu misión? No… No entiendo.
-¿Has oído hablar alguna vez de los hassasin? -se quitó el velo negro, y sus labios encarnados brillaron a la luz de la luna.