jueves, 29 de septiembre de 2011

Andanzas en tierra (quizás no tan) extraña

A Rufus no sé si darle un abrazo o un escarmiento. Debería azotarlo como a un perro sarnoso por haberme engañado de manera vil, pero la verdad es que le estoy profundamente agradecido, porque, gracias a su triquiñuela, he encontrado un sentido mucho más intenso a la participación activa en la lucha que ha de devenir y de la que reinará la luz o las tinieblas: el Armagedón bíblico. No quisiera explayarme innecesariamente en los prolegómenos, así que simplemente diré que una buena noche encontré a mi sirviente conectado a eso que llaman internet y que no llego a dominar todavía. Pensé que estaba enfrascado en una nueva sesión de fotografías de señoritas “ligeras” de ropa, eufemísticamente hablando. Pero no; para mi sorpresa estaba leyendo.
-¿Qué haces? –pregunté, intrigado.
-Estooo… Se trata de un cónclave… de caballeros…
¡Caballeros! Mmmmmh. Quizás estuviera allí alguno de mis viejos colegas de batalla.
-¿Pone dónde es?
Debería haber notado sus sudores fríos cuando me atavié con mi desgastada cota de malla, mi raída capa blanca con la imponente cruz bermeja y mi fiel espada Afilona, distante años ha de la cualidad que sugiere su nombre, y monté a lomos de mi resistente Ataulfo, un curioso ejemplar equino de ligero tizne verdoso.
Quizás así me hubiera dado cuenta de la encerrona a la que me iba a abocar. Me alegro de no haberlo hecho.

No bien salí de la populosa urbe en dirección a la villa castellana con nombre de santo católico y por la que cruza el río Henares, me encontré con una figura femenina que iba a pie, con vestimenta de viaje que ocultaba a duras penas una armadura ligera, imbuida de años de luchas y torneos, y una enorme espada tan larga como ella misma. Al llegar a su altura no pude contener la curiosidad; y más porque, aquel rostro ya lo había visto antes.
-Si mi memoria no me falla, bella damisela -su aspecto, engañosamente frágil, me llamaba poderosamente la atención-, creo recordar haberos visto en la plaza donde acamparon aquellos jóvenes durante las protestas de mayo.
-Me acuerdo de vos vagamente -respondió, manteniendo su mirada color nuez dulce en mis gastadas pupilas, al tiempo que su mano se deslizaba hasta la empuñadura de su espadón -. ¿No me estaréis siguiendo?
-No, por Dios –me apresuré en aclarar.
-¿Por qué detenéis vuestra montura, entonces? ¿Qué deseáis?
-Solamente quería preguntaros adónde os dirigíais
-¿Quién pregunta por ello? –Una pequeña ráfaga de aire retiró su capucha y una preciosa melena azabache onduló en el aire.
-No pretendía asustaros –sabía que no podía hacerlo, ni por asomo-. Me llamo… Hace tanto tiempo que no escucho mi nombre que ya no sé ni cómo me llamo. Me dirijo a una villa desconocida por mí –dije el nombre-, junto a la capital del Reino, al encuentro de viejos camaradas de peregrinación por Tierra Santa.
-Palestina, supongo que queréis decir –me escrutó con detenimiento, como buscando un punto débil donde asestar el primer mandoble-. Yo me llamo Eowyn de Camelot, pero con Eowyn a secas también me vale. ¿Y esa Cruz Roja?
-Un nombre con carácter, y bello a la vez. Yo soy, o fui, un templario.
Sus ojos brillaron.
-De esos ya no quedan –suspiró-. Pensé que la Cruz Roja era por pertenecer a esa organización que ayuda a los necesitados.
-Esa siempre ha sido mi más sincera dedicación –respondí un tanto airado, quizás consciente de que aquella joven de aspecto luchador pudiera hallar en el fondo de mi alma las crueldades que yo había cometido en no pocas ocasiones, en nombre de unos farsantes que se apropiaban de la palabra de Dios-. Lo siento, pero no conozco a esa buena gente de la que me habláis.
-No importa. De hecho, yo me dirijo al mismo lugar que vos, aunque al encuentro de otro tipo de camaradas.
-¿A pie?
-¿Acaso no me creéis capaz? -su sonrisa, desafiante, me fulminó.
-No, no es que… -balbucí- Si queréis, podéis montar conmigo. Estas tierras están llenas de bandoleros (los Mossos de no sé qué, creo que se llaman) y timadores, políticos… y el viaje sería mucho más ameno para ambos –me apresuré a añadir-. ¿Qué me decís?
Ataulfo relinchó, henchido de orgullo. A pesar de sus achaques, no consentiría jamás no realizar un viaje, no permitiría jamás dejar atrás a su jinete, ni a quien este tuviera bien en invitar. Antes de eso, caería en el intento.
-De acuerdo. Pero mantened vuestra espada bien envainadita.
Trotamos por los bosques cerrados de Catalonia, topónimo heredado de los godos, quienes llamaron a su último reducto peninsular ante el envite musulmán Gotholonia. Salvo algún atasco de ganado que otro, arribamos a la yerma tierra y los campos abiertos de los monegros. Luego llegó Zaragoza, Medinacelli, la ciudad de Salomón, donde Tariq buscara insaciablemente la mesa del rey hebreo, auténtico tesoro que se mostraba esquivo y hundía su realidad en las redes de la leyenda. El ocre dio paso al esmeralda y Guadalajara quedó atrás para casi perdernos en un laberinto de carreteras, cruces, vías y caminos de cabras.
-Conozco una posada de buena reputación y mejor precio en una aldea junto a San Fernando –sugirió Eowyn.
La aldea no resultó ser tan pequeña como su nombre indicaba, y no tardamos en perdernos por sus calles. Encontrar la posada resultó al final más difícil que encontrar un obispo lento en un noviciado.