viernes, 10 de agosto de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre VII


Eowyn se había marchado y me había dejado irremediablemente solo. La lozana mercenaria de lustrosa cabellera rebeldehabía cerrado la puerta tras de sí y se perdió de nuevo en los recovecos del tiempo que estaba tan acostumbrada a rebasar, quizás esta vez para siempre. Mis pensamientos se veían torturados por mi incompetencia a la hora de expresar la necesidad de su ayuda y la explicación que se merecía y me demandaba. Su fidelidad hacia mi persona, pues dedicó meses por Tierra Santa buscándome, se merecía si quiera que yo le confesara… Pero ¿cómo podría? La realidad es tan fantástica, tan anómala que lo más probable es que no me hubiera creído un ápice. Quizás sea mejor así. No se merece que mi egoísmo la aboque a una vorágine de pesadilla. Es algo que he de intentar solucionar en solitario, sin arrastrar a nadie, y mucho menos a Eowyn, la única persona que se merece las cosas buenas que la vida debería deparar para los justos y nobles de corazón.
¿Cómo insinuarle si quiera la increíble historia de demonios bebedores de sangre? ¿Cómo explicarle la muerte de miles de inocentes por culpa de los designios de alguna mente cruel, odiosa para con la creación de Dios? ¿Cómo explicarle el verdadero significado del anillo del rey sabio hebreo que me había sustraído por malas artes el malnacido de Guillaume de Nantes? Guillaume… Maldito bastardo, esbirro de las fuerzas del averno. ¿Cuáles fueron las promesas, o incluso los engaños que le brindaron para que traicionara a un hermano de Orden? No me cabe duda de que el de Nantes es un peón especialmente valioso en esta partida de carácter monumental, pues aparte de ser un habilidoso guerrero, estoy convencido de que no tiene la menor certeza acerca de… Sospechas sí, seguro, ya que me observaba durante largas horas mientras yo desfallecía de cansancio durante las pesadas y mortecinas horas en que imperaba el astro rey; incluso llegó a preguntarme abiertamente sobre mi aspecto cada vez más enfermizo y mi falta de apetito, a pesar de mis titánicos esfuerzos por consumir algún alimento, cosa que me producía monstruosos dolores estomacales hasta que acababa vomitando todo en alguna letrina.
Solo con recordar aquello mi estómago rugió de asco, y subí a cubierta para que la brisa marina cubriera mi tez con sus saludables efectos y pudiera olvidar por al menos un momento el recuerdo de Eowyn. Un par de marineros se alejaron de mí, con expresiones de desprecio. Yo era consciente del malestar que se había levantado entre la tripulación hacia mi persona. Podía oír sus cuchicheos por mucho que pretendieran ocultarse ante mis oídos. Mis facciones cadavéricas y demacradas, mi luenga y canosa barba, mi aspecto enfermizo y envejecido, pero sobretodo mis extraña costumbre de pasar las noches en vela mientras caía en un cansancio absoluto durante el día, les inducía sin duda a pensar que yo debía estar medio loco, o probablemente enfermo de alguna peste contraída en tierras infieles, con lo cual no debía ser muy aconsejable acercarse a mí, para evitar algún contagio no deseado.
Miré a la luna, esplendorosa en la quietud de un transparente cielo veraniego de ¿1292? ¿1293? Había comenzado a perder la cuenta del tiempo, sin duda por las innumerables semanas, o meses, que vagué por los desiertos sirios y arábigos, siempre en busca de una ciudad que ni tan siquiera sabía si existía. Aunque sin duda debía seguir todavía oculta en algún lugar, en un valle, tras un acantilado, o seguramente bajo la arena de Arabia, porque ¿acaso iban a mentir las sagradas escrituras acerca de la insigne figura que viajó desde el interior de sus majestuosos muros hasta la mismísima Jerusalén donde admiró el gran Templo del que mi Orden tomó su nombre?
Me esforcé por respirar con tanta fuerza como para llenar mis pulmones (en un intento de seguir pareciendo…) al imaginar cómo debió ser semejante obra, grata a los ojos del Altísimo. La mar, un poco picada, me salpicó de las tonificantes gotas de agua salada del viejo Mare Nostrum. A mis oídos llegó un lejano “apartaos de ahí” seguido de un “bajad a la bodega, que amenaza tormenta”, en aquel cantarín deje italiano propio de los marinos genoveses. En efecto, en cuestión de minutos comenzó a soplar un viento poderoso y el cielo se comenzó a ocultar de negros nubarrones. Pero hice caso omiso y cerré los ojos mientras me agarré fuerte (demasiado fuerte) en la barandilla y asomé la cabeza al vacío. La madera crujió y me clavé pequeñas astillas en las palmas, pero aún así seguí aferrado, pues mi mente voló lejos de allí, indiferente a los “déjalo”, “está loco” y “nos vamos a hundir por su culpa”.

“Buscad Kitor”, había sido las crípticas palabras que me había dedicado el Viejo de la Montaña justo antes den que Hassan me empujara hacia un recoveco que ocultaba la entrada a una gruta de aspecto lóbrego que seguramente debía dar a una salida oculta. Me negué a huir, y ofrecí mi brazo y mi espada al servicio de mis salvadores, aunque la vida me fuera en ello. Hassan resopló de impaciencia ante mi tozudez y me repitió que era la única opción viable y que si así lo deseaba siempre podría vengarme de la matanza que iba a ocurrir aquella noche. Los primero alaridos de muerte tamborilearon de dramatismo aquella frase. Pero yo me mantuve impertérrito, aunque reconozco que estaba totalmente muerto de miedo.
-Es la única opción –repitió Hassan con expresión apurada, y antes de que yo pudiera reaccionar, puso su cerbatana en la boca y noté el picotazo del dardo.

Desperté con una sensación húmeda en los labios. Di un salto monumental al comprobar que una cabra me estaba lamiendo las barbas. Menudo susto. Menos mal que no empezó a ramonear entre mis canas. El pobre animal huyó, aterrorizado ante mi reacción. Entonces me di cuenta que los rayos del sol bañaban mi cuerpo y ajusté mi vista ante la luz implacable. Mi cuerpo se hallaba acomodado y oculto tras unas rocas, y junto a mí un pequeño morral con víveres y agua para algunos días, amén de una pequeña daga y un alfanje cuidadosamente trabajados; y en un zurrón que colgaba a mi lado estaba el pequeño arcón que contenía el tesoro hallado en Sidón. Miré alrededor y no hallé nada fuera de lugar… solamente una lejana columna negra de humo que emergía entre los picos, semejante a la ponzoñosa miseria que arrojara la fragua del mismísimo Vulcano, podrida de muerte. Pasé horas, bien lo sabe Dios, buscando una senda o una pista que me llevara de nuevo al Nido de las Águilas, pero fue una tarea infructuosa, por lo que tuve que volver a refugiarme en el lugar donde había despertado ante la proximidad de la noche. Me imaginaba huestes de vampiros bebedores de sangre precedidos por hordas de sirvientes humanos, con la pretensión de peinar todas las montañas y sus escondrijos en busca de fugados o supervivientes de la carnicería, pues era evidente que así había sido. Si no, los hassassin me hubieran encontrado de nuevo. Y no recuerdo un día en el que me sintiera tan solo como aquel. Los hombres nacemos en un mundo cruel y somos arrojados a él para que luchemos entre nosotros como perros salvajes. Quizás ese sea nuestro destino. Quizás sea decisión de unos pocos y maldición para la mayoría. Pero ¿y los niños? ¿y los niños que vivían en la montaña, que aprendían, que se divertían y que hacían todas las cosas que se suponen que deben hacer los niños, alejados de tanta miseria? ¿Quién es tan horrible como para poder desear todo ese daño innecesario? ¿Toda esa crueldad gratuita? ¿Por qué los hombres han de idolatrar la guerra por encima de a Dios? Los cruzados nos creímos mejores, nos creímos con la verdad, pero solamente constituimos una parte más del juego sangriento que mueve al mundo. Somos unas piezas más del mismo, aunque desgraciadamente seamos de las mejores en el arte de la destrucción. Maldita sea, ¡maldigo las Cruzadas! ¡Una detrás de otra! ¡Y maldigo a los señores que adoran la guerra! Cristianos o infieles, ¡los maldigo a todos!

¿Por qué Kitor? Me pregunté continuamente durante cada una de las agotadoras jornadas que me llevaron, desorientado, por el sur de Armenia, a través del desierto de Siria, por las llanuras pedregosas de Persia e incluso por los marjales del bajo Tigris y Éufrates, ya fuera como peregrino, viajero o falso mercader sin mercancías protegido por la compañía, que no por la seguridad, de alguna que otra caravana procedente de las diferentes rutas comerciales que surcaban arriba y abajo las viejas satrapías del antiguo Imperio de Alejandro Magno. Parece quizás un largo camino para acceder a Arabia, pero con los mamelucos dominando la tierra donde nació y vivió Nuestro Señor, desde luego se me antojó mucho más seguro emprender semejante rodeo.
¿Por qué la suntuosa capital del olvidado Reino de Saba iba a otorgarme algún tipo de respuesta en mi particular odisea? ¿Qué información podría encontrar en las ruinas del pasado, si es que era capaz de triunfar y encontrarlas allí donde habían fracasado durante siglos innumerables exploradores y saqueadores de tesoros? No tenía ni la menor idea, aunque sin duda el mayor problema radicaba en que resultaba imposible localizar la ubicación de Kitor, como lo había sido la de la gloriosa Ilios, a pesar de la floreada descripción del rapsoda ciego. Y es que, emulando a la insigne obra de Homero, ocurría lo mismo al leer la Sagrada Biblia, porque derramaba multitud de datos acerca de Saba, pero los centraba en su relación con Israel, y el resultado era el de un lugar lejano convertido en leyenda, sin orientación alguna. Bueno, casi ninguna. A veces resulta interesante estudiar las Antiguas Escrituras si se es capaz de “variar” el enfoque con que se interpreta la lectura de las mismas, pues suelen ocultar mucha más información de la que muestran a primera vista... ¿Enseñanzas ocultas, quizás? La Biblia nos dice que Salomón, el rey mago de los hebreos, aprovechó su excelente relación con el rey tirio Hiram I, y explotó las posibilidades que brindaba el puerto fundado por los fenicios en Esyón-Guéber, al sur de Palestina, toda una ruta marítima nueva con la que comerciar con los ricos países de Ofir y Saba. Muchos sabios han especulado que Ofir podría ser Etiopía, el hogar del Preste Juan e incluso una lejana tierra más allá de la inmensidad africana y el infinito océano. También parecen estar de acuerdo en que Saba se situaba al sur de la península arábiga, abierta a todo el comercio con las costas del Índico, las Indias e incluso el lejano país de Catay, hogar de las hordas mongoles. Pero la discusión se extiende sobre el tapete cuando llegamos al color de piel de su reina, más propio del continente africano, por lo que otros sabios optan por situar a Saba más al sur de Etiopía; algunos afirmaban incluso que el gran Nilo nacía en aquel país.
Sea cual sea la verdad, es importante leer entre líneas. Y lo que se deduce de la Biblia es que la reina de Saba visitó Jerusalén para conocer al magnífico Salomón, no por su sabiduría, poder o riquezas, sino para llevar a cabo un tratado comercial beneficioso para ambos, pues Esyón-Guéber estaba estrangulando la economía del Reino de Saba. El resultado de una crisis económica en Saba podía provocar un conflicto militar entre israelíes y sabitas (con previsible victoria del disciplinado ejército salomónico), ya que las crecientes pérdidas económicas preocupaban en exceso a una casta sacerdotal y militar demasiado poderosas y que además desdeñaban acerca de que una mujer les gobernara (todo lo contrario que la plebe, que la adoraba). La importancia del tratado era enorme, y su consecución vital; por eso la reina Balkis realizó la crucial visita a Salomón: porque la supervivencia misma de su pueblo estaba en juego.
La interesante historia de amor surgida entre ambos soberanos quizás planteara una vaga respuesta a mis dudas, por no declarar abiertamente que afloraba con la misma una pregunta trascendental. ¿Quizás el anillo de Salomón, el trofeo que portaba oculto en mi zurrón, establecía algún tipo de relación con su amada Balkis que yo no arribaba a comprender? ¿Quizás ese romance, que dio como fruto un vástago, fuera el origen que motivó la insinuación proferida por el Viejo de la Montaña para que encontrara los restos de Kitor, la capital de Saba? ¿Hallaría por tanto una explicación al interés que mostraban los demonios de la noche por el dichoso anillo que costó la vida de mi benefactora Samira? Así lo esperaba en el interior de mi decrépita alma.
Desde Basora rodeé la costa del golfo pérsico, lejos de Medina, lejos de la Meca. Más semanas y meses de ruta implacable bajo el sol ardiente, alistado en interminables caravanas, que llegaron a su culminación cuando mis gastados huesos dieron con en el mar, que bañó mi piel acartonada y devolvió la vida a mis pies agrietados. Estaba al fin en el lugar por el que me había decidido en mis razonamientos bíblicos. Había optado finalmente por la ubicación yemení, porque me pareció la más lógica en un entorno de estrategia geopolítica. Etiopía y el interior de África estaban demasiado lejos de Esyón-Guéber como para provocar una debacle en una nación que de hallarse en aquellos parajes probablemente tendría multitud de rutas terrestres para exportar sus productos a los países vecinos. Yemen solo tiene el mar. Al norte se extiende el desierto y la desolación. Pero aún así no resulta sencillo, por no decir imposible, poder explorar paso a paso los cientos de kilómetros de la costa índica de Arabia. No lo hubiera logrado, estoy seguro, de no haber sido por aquel extraño sueño…

Aquel extraño sueño en una noche especialmente sofocante. Quizás fueran los temidos djinns musulmanes los que me guiaran, quizás fueran aquellas entidades espirituales, ecos de un pasado inconcreto, las que me poseyeran y me guiaran a lo largo de una infinita playa, entre visiones demoníacas. Quizás más que un sueño se tratara de una pesadilla, pues ante mí, lejos de cualquier reducto de humanidad, surgieron unos muros ciclópeos, anormales, abstractos, surrealistas, deformes, desafiantes, rematados por una pequeña edificación con cúpula que identifiqué como un templo pagano, allá a lo lejos, en la inconmensurable altura de la divinidad; justo allí, donde pocas horas antes no había nada más que arena y olas que se estrellaban contra las piedras… justo allí, donde nunca más volvería a haber nada que no fuera el calor del sol y la ausencia de la vida.