miércoles, 18 de enero de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre IV

Samira guardó su daga bajo el cinturón, pero dejamos el resto de armas y los objetos más pesados en la playa, y nadamos hasta el arrecife donde se erigía el Castillo del Mar sin ser vistos, gracias a la habilidad portentosa de la muchacha por aprovechar las posibilidades que brindaba la oscuridad, aunque ello no nos hubiera salvado de que un proyectil cayera fortuitamente sobre nuestras cabezas; y di gracias a Dios porque no sucediera tal desgracia. En la parte de atrás existía un muelle pequeño, donde en aquel preciso instante un grupo de hombres se afanaban en cargar un bote con alforjas y arcones. Quiso la desgracia que un saco lleno de pez incendiado cayera sobre ellos, provocando una explosión mortal. Unos guardias salieron para socorrer a sus camaradas, momento en el cual Samira aprovechó para empujarme y entrar ambos por la puerta trasera. Yo no sabía las pretensiones de la hassasin, y me hubiera quedado gustosamente a ayudar en aquel desaguisado, pero su insistente mirada abortaba todo tipo de reacción por mi parte. Nadie reparó en nosotros ya que estaban demasiado ocupados en defenderse y mantener el orden dentro de aquél caos imperante.
Samira parecía conocer perfectamente la disposición del interior de la fortaleza, pues se dirigió directamente a la pequeña capilla templaria, en la que entramos para comprobar que el altar había sido retirado, mostrando así una oquedad por la que unos escalones desgastados llevaban a las entrañas del islote, probablemente a alguna cripta oculta para la mayoría de los hermanos de la Orden.
El agujero se ensanchó bajo la superficie y pudimos bajar los escalones erguidos, al abrigo de unas paredes de roca iluminadas por el extraño juego de luces que emitían las teas que habían sido colocadas de manera improvisada. El brillo hipnótico reveló la presencia de un cuerpo tirado en la escalera. Se trataba de un sargento de la Orden, con el cuello destrozado, más bien diría rasgado, empapado de su propia sangre y con una expresión de miedo atávico en sus ojos.
-Vamos, de prisa –susurró Samira-. Se nos han adelantado.
-¿Quién? –pregunté, alterado. Pero la sombra de la hassasin ya se había perdido escaleras abajo. Así que cogí la espada del templario para que me ofreciera un mejor servicio que a su dueño anterior, y me lancé a la oscuridad juguetona.
Lo que hallé me dejó patidifuso, o mejor dicho, totalmente petrificado. De cara a mí, un demonio, pues soy incapaz de describir su presencia como otra cosa, mantenía sujeto a un caballero templario, sujetando sus hombros mientras chupaba la sangre que surgía del desgarrado cuello de su víctima con un sonido vomitivo. Los ojos de la bestia se clavaron en mí, brillantes de satisfacción, de gula insana, de deglución espiritual y material. Sus pupilas, de una oscuridad insondable, se relamían de antigüedad y maldad.
Empuñé la espada frente a aquella progenie satánica y él, sin apenas gesto alguno, soltó su fuente de alimento, no sin antes hacerse con un pequeño cofre que el caballero aferraba contra su pecho. Entonces, el demonio torció el cuello, bravucón, y dio un paso hacia mí, con una sonrisa que mostraba sus colmillos desproporcionadamente grandes, punzantes, embebidos en sangre.
Mi cerebro reaccionó y los sentidos volvieron a funcionarme, como si hubiera surgido de un embrujo. Entonces, pude tener una visión general de la cripta, una cueva, excavada en la roca quizás hacía miles de años, repleta de todo tipo de objetos, la mayoría crematísticos, como joyas y arcones rebosantes de monedas de oro y plata; pero también había numerosas tallas en madera o piedra de Nuestra Señora con Jesús de Nazareth, y de la Magdalena. Pero ni rastro de Samira.
Sentí el aliento pestilente de la bestia, que ahora se me antojaba mucho más humana, con rasgos claramente europeos y vestimenta árabe. A punto estuve de bajar la guardia, pero un repentino movimiento de las manos de mi contrincante, acabadas en afiladas zarpas, me indujo a lanzar una estocada con la espada templaria, que chocó contra el suelo, pues el demonio chupador de sangre esquivó el golpe con una insultante facilidad. De repente, le tenía junto a mí, y me retorció el brazo armado. Grité de dolor, caí de rodillas y solté la espada. Con la otra zarpa me arrancó la túnica y lanzó sus fauces hacia mi cuello desnudo. Pero en lugar de morderme, lanzó un aullido gutural, me envió de un manotazo contra la pared y se protegió la cara, de la que surgían volutas de humo pestilente. El golpe contra la piedra me aturdió y no pude moverme durante unos instantes, pero ello no me impidió darme cuenta de que la cruz bendecida que colgaba de mi cuello brillaba. Sin duda el demonio no había podido enfrentarse al poder de Dios.
De las sombras surgió Samira, y lanzó varios tajos con su daga contra el cuerpo del chupasangre, aunque aquello pareció enfurecer más que dañar al engendro del infierno, entonces clavó la hoja en la muñeca del monstruo, que abrió la mano que sostenía el pequeño cofre y la hassasin se hizo con el botín. Ante la estupefacción del chupasangre, la joven se acercó a la salida y me lanzó una mirada compasiva.
-Deuda saldada, valiente caballero -dijo.
Así que allí nos separábamos. Yo no había sido más que un cebo, una distracción útil para hacerse con aquel tesoro. Lejos de notar la dolorosa punzada de la traición, mi alma entró en paz, conocedora y aceptante de mi siniestro futuro como alimento para la bestia. Quizás aquello fuera lo justo, ya que la muchacha salvó mi vida una vez, y aunque su motivo fuera el oportunismo, yo sentía que quizás había salvado también mi alma pecaminosa.
Con una celeridad pasmosa, el demonio agarró a la hassasin por el cuello y la alzó en el aire. Sus ojos refulgían odio, y sus palabras, ininteligibles, rezumaban un eco inhumano. Yo ordené a mis miembros moverse y pude llegar hasta la espada templaria. La garra del chupasangre destrozó el torso de la joven y sus putrefactas uñas atravesaron la carne para salir por la espalda.
La rabia inundó mis músculos y lancé un tajo con las fuerzas que me quedaban, espoleadas por la ira, por el odio hacia aquella criatura infernal que había arrancado la vida de la persona que me había congraciado con la redención que mi espíritu jamás hubiera esperado hallar.
La cabeza del demonio cayó al suelo y rodó con cara de sorpresa infinita, golpeó contra una talla de la virgen y comenzó a descomponerse a una velocidad vertiginosa, hasta convertirse en polvo, hasta verse reducido a cenizas y restos de huesos carbonizados; al igual que el resto del cuerpo.
Me arrodillé ante Samira.
-Nunca quise traicionaros –dijo. Escupió sangre.
-Lo sé –realmente, nunca lo supe. Nunca lo sabría. Pero eso no importaba.
-El cofre… su contenido -la joven lloraba, entre estertores-… os ayudará a derrotar… al verdadero demonio… mi misión… es la vuestra.
¿Era posible aquello? Yo también estaba llorando.
-Tomad –aferró su colgante, tiró de él y me lo dio-… No me olvidéis –y su alma abandonó el cuerpo.
-No podría.
Besé en la frente a Samira y escupí sobre los restos del chupasangre, que no era más que un esbirro de alguien más poderoso y maligno, si debía hacer caso a las palabras de la muchacha. Miré el contenido del cofre. ¡No me podía creer que fuera…! ¡Sí, no podía tratarse de otra cosa…! Salí de allí con el corazón constreñido, y una vez fuera, vi cómo los sarracenos invadían ya las murallas ante unos desesperados templarios. Pude haberme quedado y morir con ellos, pero también sabía que la misión, fuera cual fuera, tenía un alcance mucho más decisivo, no ya para la causa cruzada, sino para toda la cristiandad, quizás para toda la humanidad. Por eso nadé de vuelta, horrorizado ante la expectativa de la incertidumbre que se abría ante mí, pero con la claridad acerca del lugar que tendría que visitar a continuación y con ello conseguir las primeras respuestas. Supuse que aquella fortaleza entre las montañas al norte de Siria no sería tan difícil de encontrar… y además tenía el salvoconducto de Samira.

sábado, 14 de enero de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre III

Por supuesto que conocía a los hassasin. ¿Y quién no? La fama de eficacia de la que adolecía la temible secta era de sobras conocida en cualquier rincón del oriente próximo, aunque, a ciencia cierta, nunca se había demostrado ningún crimen producido por aquellas sombras asesinas, por lo que, al menos a mi parecer, no se trataba más que de habladurías, de leyendas para asustar a los más ingenuos.
Y sin embargo tenía a Samira frente a mí.
-El viejo de la montaña, nuestro líder, es mi tío –me explicó durante toda la noche, en la que no paramos nada más que para dar un breve respiro a los rápidos y asombrosamente resistentes caballos árabes que montábamos-. Mis padres murieron de peste siendo yo muy pequeña, y mi tío no quiso que extraños se encargaran de mi educación –torció el gesto en una sonrisa socarrona-. Supongo que no quería que me convirtiera en moneda de cambio para satisfacer la insana lujuria de cualquier asqueroso varias veces mayor que yo. Imagínate, yo, una mujer, entre decenas de hombres; de hecho, la única mujer, la primera desde los orígenes de la secta.
-Dicen que os entrenan a conciencia, hecho que he de reconocer sin la menor duda –recordé la facilidad con la que se batió con varios guardianes-. Os debo gratitud.
Samira me arrojó una mirada orgullosa.
-Me debéis más que eso. Ya os he dicho que por vuestra culpa he fallado en mi misión.
-Entonces estoy más que nunca en deuda con vos. ¿Y puedo preguntar la naturaleza de la misma?
-No os importa, aunque ya tendréis ocasión de resarcirme por ello, no lo dudéis.
La muchacha hizo una larga pausa, como cavilando dar rienda suelta a la lengua.
-Hace unas semanas –soltó al fin-, llegó una comitiva de cruzados, tanto de vuestra Orden como de los hospitalarios, a los alrededores de nuestra fortaleza. Nuestros centinelas los encontraron primero, pues ésta está bien oculta amén de ser inexpugnable. Para suerte de los vuestros, tenían un encargo para la secta, y se permitió que un heraldo de cada Orden se entrevistara con el viejo de la montaña. Su petición estaba acorde con la excelente compensación económica que ofrecieron. Mi tío aceptó, y debido a lo arriesgado del encargo decidió enviar a su mejor asesino.
-A vos –dije.
Samira sonrió.
-La mejor manera era introducirme como una concubina más. Y después de planearlo todo a la perfección, tanto el momento como el lugar, la disposición de las vías de escape –gruñó-, entonces llegasteis vos como prisionero después de la caída de Acre.
-¿Y en qué os he impedido yo la realización de vuestro cometido? –el cual me empezaba a imaginar. Si los cruzados querían de alguna manera detener la marea sarracena, lo mejor era descabezar a la bestia. Aunque para los hassasin la geopolítica no tuviera tanta relevancia como el trato en sí. Daba igual lo que sucediera con los cruzados en Tierra Santa, los asesinos cumplirían su palabra aunque el resultado no alterase para nada el futuro oscuro que se abatía sobre los lugares que hollara nuestro señor Jesucristo- Podíais haber asesinado al califa en cualquier momento. Incluso cuando iban a separar mi dura cabeza de mi tullido cuerpo.
-¡Necio! – rugió Samira- ¡El califa no es mi objetivo! Se trata de algo mucho peor. ¿Entendéis algo de magia? ¿De demonios, acaso?
Me mostré estupefacto ante la revelación.
-Además, maldito bribón escudado en hábitos de monje, desde que os vi se me estremeció el alma como jamás me había temblado ningún miembro.
Llegamos a una colina repleta de huertos, árboles frutales y cedros desde donde divisamos allí abajo la milenaria ciudad de Sidón. Todavía era de noche, y pese a la escasísima luminosidad que traía el alba que rayaba en lontananza detrás de nosotros, se podían divisar columnas de humo negro que surgían por doquier en la ciudad, acompañadas de gritos de hombres, mujeres y niños. El ejército del califa se hallaba en plena rapiña mientras un nutrido grupo de tropas asediaba una pequeña fortaleza unida al puerto por un puente de piedra. A lo lejos, en el mar, se divisaba una galera a la que varios botes cargados con todo tipo de cajas y arcones se afanaban por ir y venir, ajenos al bombardeo sistemático que las máquinas de asedio arrojaban sobre el Castillo del Mar.
Thibaud Gaudin se disponía a huir de nuevo. Dios amparase a los pobres infortunados que se hallaban tras los muros, pues no hallarían compasión alguna.
-Llegamos tarde –la voz de Samira tenía el tono de la frustración.
Yo desenvainé el alfanje y me dispuse al suicidio.
-¿Qué haces? –dijo- Vístete con las ropas que he dispuesto en tu equipaje.
En una alforja, efectivamente, hallábase un uniforme sarraceno. Me cubrí con aquellos ropajes por encima de mi túnica templaria.
-¿Qué plan tienes? –pregunté.
-Rodeemos la ciudad y bajemos al puerto. Si aún no es demasiado tarde…
Pero la frase quedó inacabada y tuve que poner todo el empeño en seguir los cuartos traseros de aquella temible mujer.

lunes, 9 de enero de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre II

Aunque mi cuerpo había cerrado sus heridas, las del alma se abrían cada día más con desgarradora crueldad, amén de que toda la fortaleza (que me proporcionaban los suntuosos manjares y los curativos bálsamos que me proporcionaba Samira) se perdía como arena entre los dedos debido a mi férrea firmeza ante las inclementes torturas a las que fui sometido durante días, quizás semanas, por aquellas odaliscas expertas en los placeres de la carne. Aquella situación me mantenía en un estado de prolongado y exhausto sopor, lo cual era aprovechado por mis captoras para intensificar sus dotes interrogatorias.
En uno de los escasos momentos de descanso, Samira se acercó, sigilosamente, y me confesó al oído.
-Se acabó tu tiempo, cruzado.
La miré con expresión huraña, sin comprender. Sus ojos, rojos, derramaban lágrimas. Entonces comprendí que mi fin había llegado.
-No… no he confesado… -balbucí.
-No ha sido necesario. Esta mañana llegaron unos mercaderes cristianos. Buenos, en realidad fueron capturados cerca de Tiro por nuestras tropas. La única razón por la que sus cabezas no fueron separadas de sus cuerpos es que dijeron que en realidad querían entregarse para dar una información que podría resultar de lo más interesante para el califa. Te puedes imaginar acerca de qué.
-¿Thibaud? –aventuré.
-Efectivamente. Dicen que lograron embarcar en su nave, supongo que mediante una buena suma de monedas, y que recalaron en el único puerto cruzado que queda en Palestina.
Sidón. Arrugué el entrecejo.
-Mostráis sorpresa –Samira me soltó una sonrisa compasiva-. Eso quiere decir que la historia de los forasteros es cierta. Habéis demostrado fidelidad hacia vuestros hermanos, pero temo que ahora tienen las horas contadas.
Cerré los ojos, e invoqué una corta oración por los templarios que iban a morir en el Castillo del Mar de Sidón. Seguro que el vasto ejército del califa iba ya en dirección a la ciudad.
-Fue una sorpresa para el califa –continuó la musulmana-, pues estaba casi seguro de que partirían rumbo a Chipre, y de ahí hacia Europa –hizo una pausa-. Los mercaderes han confesado que sacaron de la galera un enorme arcón de piedra. No sabían lo que había en su interior, pero oyeron a los templarios comentar que gracias a Dios, “aquello” estaba a salvo de las manos infieles. Sospecharon de algún tesoro material, como las joyas y riquezas con las que les ha colmado el califa.
-¿Sabes el nombre de esos perros? –yo no creía que ningún miembro de la Orden les traicionara, pero si era el caso, quería estar al tanto para reparar el daño alimentando a los buitres con las vísceras de los traidores.
-Mmmmh… Unos se llama Karl. Y el otro Gustaf. Realmente repulsivos.
-No los conozco –apreté el puño con rabia.
De repente, un sonido de metales entrechocando entró en la sala. Un grupo de fornidos soldados se abalanzaron sobre mí y aprovecharon mi debilidad para capturarme. Uno de aquellos animales pateó a Samira para alejarla de mí, y limpié aquel deshonor de un escupitajo en la cara del infiel, que era prácticamente lo único que podía hacer. El cobarde me abofeteó con dureza y sentí sus puños en mi estómago y espalda. Incapaz de resistirme, me arrastraron por pasillos en los que de vez en cuando salía algún eunuco que volvía a refugiarse en las sombras; incluso pude atisbar entre la sangre que cubría mi rostro a las esclavas que me habían proporcionado tantas horas de tortura. Las pobres tenían la mirada triste. Quizás mi trato respetuoso les había hecho sentir que su tarea no era todo lo desagradable que podía esperarse.
Llegamos a una sala grande, austera, fría, sin ningún tipo de adorno a no ser por el manto rojo de, seguramente, sangre seca, y por un gran tocón de madera. La escasa luz rojiza del atardecer que entraba por un ventanuco iluminaba la grosera figura de un gigante que portaba la cimitarra más grande que había visto jamás.
Me ayudaron a arrodillarme con un tremendo golpe en la cabeza, y pusieron esta sobre la áspera madera reseca, a pesar de ser embebida de vez en cuando por el fluido vital de los cristianos incómodos. Mi posición debía ser del todo ridícula ya que los insultos y vejaciones pasaron del tono aceptable.
-Vas a morir como la rata que eres, infiel –el gigante, que para mi sorpresa sabía hablar, levantó la hoja en el aire sin apenas esfuerzo.
Cerré los ojos de nuevo, pero esta vez para orar por mi pecaminosa alma, mientras esperaba el tacto frío en mi cuello. Al menos sería rápido.
Solo que el acero no cayó. En su lugar una mole de carne me aplastó (y aturdió) durante unos segundos, a la vez que los gritos de asombro y terror de los soldados retumbaban en mis oídos como martillos en un yunque. Abrí los ojos y vi que un pivote de hierro atravesaba el cuello del verdugo. Un par de guardianes yacían también en el suelo y un silbido llevó a otro más al infierno, cayendo su cuerpo junto a mí. Me hice rápidamente con su alfanje y pude detener el golpe letal de otro sarraceno, el cual perdió el equilibrio y la vida por culpa de una figura que se movía a la velocidad del rayo.
Samira, con una agilidad felina, esquivaba golpes y rebanaba gaznates con una simple daga. En su cinto colgaba una pequeña ballesta de acero.
-Levantad, cruzado –me ordenó.
Así lo hice y me uní a la lucha, con más ganas que fuerza, aunque afortunadamente, la confusión del momento me hizo ganar varios combates singulares, al estar los litigantes más preocupados de por dónde podía venir un nuevo tajo mortal que por un cristiano medio muerto a golpes. Los pocos guardias que quedaban huyeron a toda prisa por las lúgubres galerías.
-Pero, ¿cómo es posible? –observé a Samira. Ya no era la indefensa odalisca de palacio. Ante mis ojos tenía a una auténtica máquina de matar, vestida de negro, encapuchada y con el rostro casi cubierto a excepción de los ojos.
-No hay tiempo. Vámonos –me cogió de la mano, y la fragilidad de su tacto se tornó en la fortaleza de la decisión, tirando de mí con un ímpetu imposible de contrarrestar.
La seguí como pude por pasillos, escaleras, recovecos, esquinas y quién sabe cuántos lugares más. Resultaba evidente que se conocía la disposición del palacio del califa a la perfección. Al final salimos a la oscuridad de la noche, cerca de una fuente, donde dos caballos ligeros y rápidos nos esperaban, totalmente ensillados. Hasta muchos kilómetros lejos de Damasco, entre dunas, no detuvimos el paso.
-Por tu culpa he fracasado en mi misión –soltó Samira, enfadada.
-¿Tu misión? No… No entiendo.
-¿Has oído hablar alguna vez de los hassasin? -se quitó el velo negro, y sus labios encarnados brillaron a la luz de la luna.

miércoles, 4 de enero de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre

Abrí los ojos en una penumbra apenas iluminada por escasas teas y ceras ardientes de relajantes aromas que insuflaron a mis pulmones fragancias agradables. Me hallaba en una sala amplia, decorada suntuosamente con ricas telas orientales, cortinas de seda, cojines confortables de variopinto colorido colocados estratégicamente alrededor de mesas bajas, tan bellamente labradas, que parecían más obra de un perfeccionista orfebre que de un ebanista experimentado. La exquisitez del lugar mostraba no tan solo el poder mundano del dueño sino también el gusto sibarita por el arte y la espiritualidad hecha materia. ¿Acaso me hallaba en el paraíso? ¿Había muerto? Intenté alzarme en medio de aquel sueño quizás mágico, pero un terrible latigazo que recorrió mi cuerpo desde la nuca hasta los mismísimos pies me lo impidió. Alcancé a sentir el lacerante escozor de las heridas de guerra, de las cicatrices aún no cerradas que recuerdan con cruel certidumbre que aún me hallaba entre los vivos, aunque quizás no por demasiado tiempo; y de pronto ese dolor me hizo recordar…
El asalto final. Los muros tomados por los sarracenos, la huída hacia el bastión templario, la tenaz, pero vana resistencia. La avalancha humana en el torreón cruzado. Los hombres luchando, cercenando miembros, muriendo bajo el acero… Y de pronto el abismo. La apertura de las fauces de la tierra. La estructura de piedra reducida a añicos, arrastrando consigo a ismaelitas y cristianos por igual hacia la muerte definitiva. Demasiado peso para la solidez de unos cimientos corroídos como la raíz de una muela por los mineros infieles. Demasiados hombres. La caída al vacío y el fin, o al menos la oscuridad…
Y la imagen de la valerosa dama Eowyn de Camelot libre de aquella pesadilla gracias a la extraña cualidad de saltar en el tiempo como un ratoncillo inquieto.
Los recuerdos de la catástrofe y de la caída de San Juan de Acre se disiparon de repente ante la neblina que precedió la entrada de una joven en la sala. Adiviné unos rasgos semíticos gracias a los exóticos ojos de la mujer, único rasgo facial que se escapaba a la censura de un velo que, ¡Dios santo!, pese pretender ocultar el rostro, la tela era demasiado transparente como para ocultar los labios carnosos.
La saludé en árabe, aunque de manera algo torpe, he de reconocerlo. Pero mi dominio de la lengua infiel era lo suficientemente inteligible como para haber mantenido numerosas conversaciones durante mis periplos por Tierra Santa. Afortunadamente mi cerrazón occidental se había ido abriendo poco a poco a la mentalidad de aquellas gentes y de su cultura. Como muchos de mis hermanos pude comprender más allá de la Cruzada y entender que éramos hermanos bajo un mismo cielo y que nuestros dioses eran el mismo, aunque desgraciadamente la visión del Islam la encontrara equivocada y deseara que conocieran al Jesús que su profeta les había negado.
La muchacha sonrió sorprendida, y me devolvió el saludo.
-¿Cómo te llamas? –dije- ¿Quién eres?
-Soy Samira –se limitó a contestar.
Detrás de ella surgió un gigante semidesnudo y con un alfanje colgando de un cinto ricamente ornado. Intenté reaccionar para enfrentarme al intruso. El dolor me impidió moverme.
-Tranquilo, caballero. Es solo un guardián –con un gesto de la barbilla le ordenó marcharse-. Un eunuco –sentenció.
-No es que temiera su olvidada hombría. Más bien me inquietaba el tamaño de su espada.
Samira rió con dulzura mi intento por parecer gallardo, y los dientes perfectos y blancos como la leche brillaron entre sus labios. Se acercó y arrodilló a mi lado. Entonces me percaté de que portaba una bandeja con una lámpara y una copa.
-Vos no me habéis dicho vuestro nombre –susurró con una tonalidad simplemente hipnótica.
-Me llamo Jacques de Molay y pertenezco…
-Un templario –cortó Samira-. Los guerreros del califa dicen que mostrasteis un valor excepcional en la defensa de la fortaleza cruzada –hizo una pausa, mirándome fijamente-… Que luchasteis solo contra muchos –sus ojos brillaron de una manera extraña para mí-… Que si el mismísimo Iblis no hubiera derruido el suelo a vuestros pies jamás hubieran podido tomar el torreón templario…
-Yo solo hice lo que mi fe me ordenó –aduje, henchido de cierto orgullo por las alabanzas.
-El califa cree que sois un gran capitán…
-¿Y se supone que por eso estoy vivo? Vivo pero preso, aunque he de reconocer que he hollado algún que otro calabozo mucho peor que este… -lugar de ensueño, pensé- Mirad, bella damisela, si lo que pretende vuestro señor es conseguir una buena recompensa por mí, creo que lo lleva claro.
-Mirad a vuestro alrededor –dijo Samira-. ¿Acaso creéis que son riquezas lo que desea mi Amo? Tiene todas las que quiere.
-¿Entonces qué quiere de mí?
La joven me tendió la copa.
-Callad ahora. Y bebed.
El contenido era un líquido rojizo y negruzco, de aroma afrutado y dulzón, seguramente satinado de especias traídas de allende los desiertos.
-¿Vino? ¿Desde cuándo los musulmanes beben vino? –sonreí burlonamente.
-Mi señor es generoso. El vino es para vos. Y lo que deseéis a partir de ahora. Mi amo sabe recompensar.
Bebí de la copa. La ambrosía, caliente, entró por mi garganta como un manantial reconfortante y proporcionó a mis músculos entumecidos el calor de la fortaleza y el ardor combativo.
Samira cogió la lámpara y roció aceite espeso por mi pecho. ¡Entonces me di cuenta de que estaba totalmente desnudo, excepto unas piadosas telas que cubrían mis más absolutas vergüenzas! ¿Cómo era posible que me mostrara tan pecador? ¿Qué clase de tentación demoníaca pretendía mostrarme el califa a cambio de no sé qué? ¡Jamás el oro ni las riquezas me habían tentado, ni los ropajes suntuosos, ni la vida de reyes! ¡Solo mi hábito de monje templario me hacía realmente rico! ¡Dios Todopoderoso! ¡Jesús redentor! ¿Cómo podía yo mostrarme en tal estado? ¿Cómo había caído en el pecado de que me viera una mujer desnudo? ¿Por qué Satanás jugaba con mi expiación y la salvación de mi alma de esta manera tan injusta?
Incapaz de resistirme, la mano de la joven acarició mi piel, mezclada con el aceite, y sentí que el vino bebido me nubló el entendimiento. Con un esfuerzo sobrehumano, le arranqué el velo para desenmascarar al Caído. En su lugar me encontré unas facciones tan bellas, y una tez olivácea tan sensual que supe en aquel mismo instante que mi alma ardería por siempre en las llamas del infierno.
-Mi señor sabe que muchos barcos partieron de Acre, pero le interesa en particular uno de los últimos. En el que subió a bordo el infame Thibaud.
¿Así que de eso se trataba? ¿Una arpía hambrienta de hombres? ¿La lujuria hecha carne para mi goce? ¿A cambio de traicionar a la Orden? ¿De decir el rumbo que llevaba la galera de Thibaud Gaudin, el Tesorero Templario? El mismo que los había dejado tirados en aquel reducto como a perros ante los despiadados lobos infieles. El Cobarde, diría yo. Aunque muchos justificaron su acto. Pensaban que, por orden del Gran Maestre Guillaume de Beaujeu llevaba una reliquia de Jerusalén consigo, la cual pretendía poner a salvo de las manos sarracenas. El Arca de la Alianza, habían especulado unos. La Mesa del Rey Salomón, habían aventurado otros. El oro de la Orden, sin duda, desdeñaba yo.
-Eso es lo que él quiere –pareció adivinar mis pensamientos-. Pero yo os quiero a vos –y sentí que el aceite sobre mis heridas y el vino en mis labios retornaron el vigor a mis extremidades, y en lugar de alejar a aquella odalisca del placer, la agarré con fuerza para atraerla hacia mí, mientras sus ojos se clavaban en los míos con una auténtica mirada penetrante de deseo infinito.
Samira me abrazó.
-El califa quiere saber el destino de la nave que tomó Thibaud. Os sacará la respuesta tarde o temprano, pero por favor, aguantad esta recompensa o esta tortura, lo juzguéis de una manera u otra. Aguantad y callad todo el tiempo que podáis. Os quiero para mí y solo para mí. No lo reveléis a las otras.
En ese momento, un grupo nutrido de mujeres entraron en la estancia. De todas las tonalidades y apariencias posibles, inundaron la estancia con la firme intención de continuar el interrogatorio. No sabía si sería aquella esclava cristiana, o aquella nórdica turgente, o incluso aquella rareza llegada de las estepas mongolas, o acaso aquella númida de ébano… o mi decidida Samira, pero lo cierto es que no sabía por cuánto tiempo podría evitar confesar que el Gran Cobarde, hasta donde yo sabía, había huido a Sidón, a la fortaleza del Castillo del Mar.