lunes, 9 de enero de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre II

Aunque mi cuerpo había cerrado sus heridas, las del alma se abrían cada día más con desgarradora crueldad, amén de que toda la fortaleza (que me proporcionaban los suntuosos manjares y los curativos bálsamos que me proporcionaba Samira) se perdía como arena entre los dedos debido a mi férrea firmeza ante las inclementes torturas a las que fui sometido durante días, quizás semanas, por aquellas odaliscas expertas en los placeres de la carne. Aquella situación me mantenía en un estado de prolongado y exhausto sopor, lo cual era aprovechado por mis captoras para intensificar sus dotes interrogatorias.
En uno de los escasos momentos de descanso, Samira se acercó, sigilosamente, y me confesó al oído.
-Se acabó tu tiempo, cruzado.
La miré con expresión huraña, sin comprender. Sus ojos, rojos, derramaban lágrimas. Entonces comprendí que mi fin había llegado.
-No… no he confesado… -balbucí.
-No ha sido necesario. Esta mañana llegaron unos mercaderes cristianos. Buenos, en realidad fueron capturados cerca de Tiro por nuestras tropas. La única razón por la que sus cabezas no fueron separadas de sus cuerpos es que dijeron que en realidad querían entregarse para dar una información que podría resultar de lo más interesante para el califa. Te puedes imaginar acerca de qué.
-¿Thibaud? –aventuré.
-Efectivamente. Dicen que lograron embarcar en su nave, supongo que mediante una buena suma de monedas, y que recalaron en el único puerto cruzado que queda en Palestina.
Sidón. Arrugué el entrecejo.
-Mostráis sorpresa –Samira me soltó una sonrisa compasiva-. Eso quiere decir que la historia de los forasteros es cierta. Habéis demostrado fidelidad hacia vuestros hermanos, pero temo que ahora tienen las horas contadas.
Cerré los ojos, e invoqué una corta oración por los templarios que iban a morir en el Castillo del Mar de Sidón. Seguro que el vasto ejército del califa iba ya en dirección a la ciudad.
-Fue una sorpresa para el califa –continuó la musulmana-, pues estaba casi seguro de que partirían rumbo a Chipre, y de ahí hacia Europa –hizo una pausa-. Los mercaderes han confesado que sacaron de la galera un enorme arcón de piedra. No sabían lo que había en su interior, pero oyeron a los templarios comentar que gracias a Dios, “aquello” estaba a salvo de las manos infieles. Sospecharon de algún tesoro material, como las joyas y riquezas con las que les ha colmado el califa.
-¿Sabes el nombre de esos perros? –yo no creía que ningún miembro de la Orden les traicionara, pero si era el caso, quería estar al tanto para reparar el daño alimentando a los buitres con las vísceras de los traidores.
-Mmmmh… Unos se llama Karl. Y el otro Gustaf. Realmente repulsivos.
-No los conozco –apreté el puño con rabia.
De repente, un sonido de metales entrechocando entró en la sala. Un grupo de fornidos soldados se abalanzaron sobre mí y aprovecharon mi debilidad para capturarme. Uno de aquellos animales pateó a Samira para alejarla de mí, y limpié aquel deshonor de un escupitajo en la cara del infiel, que era prácticamente lo único que podía hacer. El cobarde me abofeteó con dureza y sentí sus puños en mi estómago y espalda. Incapaz de resistirme, me arrastraron por pasillos en los que de vez en cuando salía algún eunuco que volvía a refugiarse en las sombras; incluso pude atisbar entre la sangre que cubría mi rostro a las esclavas que me habían proporcionado tantas horas de tortura. Las pobres tenían la mirada triste. Quizás mi trato respetuoso les había hecho sentir que su tarea no era todo lo desagradable que podía esperarse.
Llegamos a una sala grande, austera, fría, sin ningún tipo de adorno a no ser por el manto rojo de, seguramente, sangre seca, y por un gran tocón de madera. La escasa luz rojiza del atardecer que entraba por un ventanuco iluminaba la grosera figura de un gigante que portaba la cimitarra más grande que había visto jamás.
Me ayudaron a arrodillarme con un tremendo golpe en la cabeza, y pusieron esta sobre la áspera madera reseca, a pesar de ser embebida de vez en cuando por el fluido vital de los cristianos incómodos. Mi posición debía ser del todo ridícula ya que los insultos y vejaciones pasaron del tono aceptable.
-Vas a morir como la rata que eres, infiel –el gigante, que para mi sorpresa sabía hablar, levantó la hoja en el aire sin apenas esfuerzo.
Cerré los ojos de nuevo, pero esta vez para orar por mi pecaminosa alma, mientras esperaba el tacto frío en mi cuello. Al menos sería rápido.
Solo que el acero no cayó. En su lugar una mole de carne me aplastó (y aturdió) durante unos segundos, a la vez que los gritos de asombro y terror de los soldados retumbaban en mis oídos como martillos en un yunque. Abrí los ojos y vi que un pivote de hierro atravesaba el cuello del verdugo. Un par de guardianes yacían también en el suelo y un silbido llevó a otro más al infierno, cayendo su cuerpo junto a mí. Me hice rápidamente con su alfanje y pude detener el golpe letal de otro sarraceno, el cual perdió el equilibrio y la vida por culpa de una figura que se movía a la velocidad del rayo.
Samira, con una agilidad felina, esquivaba golpes y rebanaba gaznates con una simple daga. En su cinto colgaba una pequeña ballesta de acero.
-Levantad, cruzado –me ordenó.
Así lo hice y me uní a la lucha, con más ganas que fuerza, aunque afortunadamente, la confusión del momento me hizo ganar varios combates singulares, al estar los litigantes más preocupados de por dónde podía venir un nuevo tajo mortal que por un cristiano medio muerto a golpes. Los pocos guardias que quedaban huyeron a toda prisa por las lúgubres galerías.
-Pero, ¿cómo es posible? –observé a Samira. Ya no era la indefensa odalisca de palacio. Ante mis ojos tenía a una auténtica máquina de matar, vestida de negro, encapuchada y con el rostro casi cubierto a excepción de los ojos.
-No hay tiempo. Vámonos –me cogió de la mano, y la fragilidad de su tacto se tornó en la fortaleza de la decisión, tirando de mí con un ímpetu imposible de contrarrestar.
La seguí como pude por pasillos, escaleras, recovecos, esquinas y quién sabe cuántos lugares más. Resultaba evidente que se conocía la disposición del palacio del califa a la perfección. Al final salimos a la oscuridad de la noche, cerca de una fuente, donde dos caballos ligeros y rápidos nos esperaban, totalmente ensillados. Hasta muchos kilómetros lejos de Damasco, entre dunas, no detuvimos el paso.
-Por tu culpa he fracasado en mi misión –soltó Samira, enfadada.
-¿Tu misión? No… No entiendo.
-¿Has oído hablar alguna vez de los hassasin? -se quitó el velo negro, y sus labios encarnados brillaron a la luz de la luna.

2 comentarios:

  1. Mmmmm. Empiezo a recordar cómo sigue esta historia... Pero me gustaría saber tu punto de vista.

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  2. Ya tenéis la continuación a la misma...

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