Eowyn se había marchado y me había dejado
irremediablemente solo. La lozana mercenaria de lustrosa cabellera rebeldehabía cerrado la puerta tras de sí y se perdió de nuevo en los recovecos del
tiempo que estaba tan acostumbrada a rebasar, quizás esta vez para siempre. Mis
pensamientos se veían torturados por mi incompetencia a la hora de expresar la
necesidad de su ayuda y la explicación que se merecía y me demandaba. Su
fidelidad hacia mi persona, pues dedicó meses por Tierra Santa buscándome, se
merecía si quiera que yo le confesara… Pero ¿cómo podría? La realidad es tan
fantástica, tan anómala que lo más probable es que no me hubiera creído un
ápice. Quizás sea mejor así. No se merece que mi egoísmo la aboque a una
vorágine de pesadilla. Es algo que he de intentar solucionar en solitario, sin
arrastrar a nadie, y mucho menos a Eowyn, la única persona que se merece las
cosas buenas que la vida debería deparar para los justos y nobles de corazón.
¿Cómo insinuarle si quiera la increíble
historia de demonios bebedores de sangre? ¿Cómo explicarle la muerte de miles
de inocentes por culpa de los designios de alguna mente cruel, odiosa para con
la creación de Dios? ¿Cómo explicarle el verdadero significado del anillo del
rey sabio hebreo que me había sustraído por malas artes el malnacido de
Guillaume de Nantes? Guillaume…
Maldito bastardo, esbirro de las fuerzas del averno. ¿Cuáles fueron las
promesas, o incluso los engaños que le brindaron para que traicionara a un
hermano de Orden? No me cabe duda de que el de Nantes es un peón especialmente
valioso en esta partida de carácter monumental, pues aparte de ser un
habilidoso guerrero, estoy convencido de que no tiene la menor certeza acerca
de… Sospechas sí, seguro, ya que me observaba durante largas horas mientras yo
desfallecía de cansancio durante las pesadas y mortecinas horas en que imperaba
el astro rey; incluso llegó a preguntarme abiertamente sobre mi aspecto cada
vez más enfermizo y mi falta de apetito, a pesar de mis titánicos esfuerzos por
consumir algún alimento, cosa que me producía monstruosos dolores estomacales
hasta que acababa vomitando todo en alguna letrina.
Solo con recordar aquello mi estómago rugió
de asco, y subí a cubierta para que la brisa marina cubriera mi tez con sus
saludables efectos y pudiera olvidar por al menos un momento el recuerdo de
Eowyn. Un par de marineros se alejaron de mí, con expresiones de desprecio. Yo
era consciente del malestar que se había levantado entre la tripulación hacia
mi persona. Podía oír sus cuchicheos por mucho que pretendieran ocultarse ante
mis oídos. Mis facciones cadavéricas y demacradas, mi luenga y canosa barba, mi
aspecto enfermizo y envejecido, pero sobretodo mis extraña costumbre de pasar
las noches en vela mientras caía en un cansancio absoluto durante el día, les
inducía sin duda a pensar que yo debía estar medio loco, o probablemente
enfermo de alguna peste contraída en tierras infieles, con lo cual no debía ser
muy aconsejable acercarse a mí, para evitar algún contagio no deseado.
Miré a la luna, esplendorosa en la quietud de
un transparente cielo veraniego de ¿1292? ¿1293? Había comenzado a perder la
cuenta del tiempo, sin duda por las innumerables semanas, o meses, que vagué
por los desiertos sirios y arábigos, siempre en busca de una ciudad que ni tan
siquiera sabía si existía. Aunque sin duda debía seguir todavía oculta en algún
lugar, en un valle, tras un acantilado, o seguramente bajo la arena de Arabia,
porque ¿acaso iban a mentir las sagradas escrituras acerca de la insigne figura
que viajó desde el interior de sus majestuosos muros hasta la mismísima
Jerusalén donde admiró el gran Templo del que mi Orden tomó su nombre?
Me esforcé por respirar con tanta fuerza como
para llenar mis pulmones (en un intento de seguir pareciendo…) al imaginar cómo
debió ser semejante obra, grata a los ojos del Altísimo. La mar, un poco
picada, me salpicó de las tonificantes gotas de agua salada del viejo Mare Nostrum. A mis oídos llegó un
lejano “apartaos de ahí” seguido de un “bajad a la bodega, que amenaza
tormenta”, en aquel cantarín deje italiano propio de los marinos genoveses. En
efecto, en cuestión de minutos comenzó a soplar un viento poderoso y el cielo
se comenzó a ocultar de negros nubarrones. Pero hice caso omiso y cerré los
ojos mientras me agarré fuerte (demasiado fuerte) en la barandilla y asomé la
cabeza al vacío. La madera crujió y me clavé pequeñas astillas en las palmas,
pero aún así seguí aferrado, pues mi mente voló lejos de allí, indiferente a
los “déjalo”, “está loco” y “nos vamos a hundir por su culpa”.
“Buscad Kitor”, había sido las crípticas palabras
que me había dedicado el Viejo de la Montaña justo antes den que Hassan me
empujara hacia un recoveco que ocultaba la entrada a una gruta de aspecto
lóbrego que seguramente debía dar a una salida oculta. Me negué a huir, y
ofrecí mi brazo y mi espada al servicio de mis salvadores, aunque la vida me
fuera en ello. Hassan resopló de impaciencia ante mi tozudez y me repitió que
era la única opción viable y que si así lo deseaba siempre podría vengarme de
la matanza que iba a ocurrir aquella noche. Los primero alaridos de muerte
tamborilearon de dramatismo aquella frase. Pero yo me mantuve impertérrito,
aunque reconozco que estaba totalmente muerto de miedo.
-Es la única opción –repitió Hassan con
expresión apurada, y antes de que yo pudiera reaccionar, puso su cerbatana en
la boca y noté el picotazo del dardo.
Desperté con una sensación húmeda en los
labios. Di un salto monumental al comprobar que una cabra me estaba lamiendo
las barbas. Menudo susto. Menos mal que no empezó a ramonear entre mis canas. El
pobre animal huyó, aterrorizado ante mi reacción. Entonces me di cuenta que los
rayos del sol bañaban mi cuerpo y ajusté mi vista ante la luz implacable. Mi
cuerpo se hallaba acomodado y oculto tras unas rocas, y junto a mí un pequeño
morral con víveres y agua para algunos días, amén de una pequeña daga y un
alfanje cuidadosamente trabajados; y en un zurrón que colgaba a mi lado estaba
el pequeño arcón que contenía el tesoro hallado en Sidón. Miré alrededor y no
hallé nada fuera de lugar… solamente una lejana columna negra de humo que
emergía entre los picos, semejante a la ponzoñosa miseria que arrojara la
fragua del mismísimo Vulcano, podrida de muerte. Pasé horas, bien lo sabe Dios,
buscando una senda o una pista que me llevara de nuevo al Nido de las Águilas,
pero fue una tarea infructuosa, por lo que tuve que volver a refugiarme en el
lugar donde había despertado ante la proximidad de la noche. Me imaginaba
huestes de vampiros bebedores de sangre precedidos por hordas de sirvientes
humanos, con la pretensión de peinar todas las montañas y sus escondrijos en
busca de fugados o supervivientes de la carnicería, pues era evidente que así
había sido. Si no, los hassassin me hubieran encontrado de nuevo. Y no recuerdo
un día en el que me sintiera tan solo como aquel. Los hombres nacemos en un
mundo cruel y somos arrojados a él para que luchemos entre nosotros como perros
salvajes. Quizás ese sea nuestro destino. Quizás sea decisión de unos pocos y
maldición para la mayoría. Pero ¿y los niños? ¿y los niños que vivían en la
montaña, que aprendían, que se divertían y que hacían todas las cosas que se
suponen que deben hacer los niños, alejados de tanta miseria? ¿Quién es tan
horrible como para poder desear todo ese daño innecesario? ¿Toda esa crueldad
gratuita? ¿Por qué los hombres han de idolatrar la guerra por encima de a Dios?
Los cruzados nos creímos mejores, nos creímos con la verdad, pero solamente
constituimos una parte más del juego sangriento que mueve al mundo. Somos unas
piezas más del mismo, aunque desgraciadamente seamos de las mejores en el arte
de la destrucción. Maldita sea, ¡maldigo las Cruzadas! ¡Una detrás de otra! ¡Y
maldigo a los señores que adoran la guerra! Cristianos o infieles, ¡los maldigo
a todos!
¿Por qué Kitor? Me pregunté continuamente durante
cada una de las agotadoras jornadas que me llevaron, desorientado, por el sur
de Armenia, a través del desierto de Siria, por las llanuras pedregosas de
Persia e incluso por los marjales del bajo Tigris y Éufrates, ya fuera como
peregrino, viajero o falso mercader sin mercancías protegido por la compañía,
que no por la seguridad, de alguna que otra caravana procedente de las
diferentes rutas comerciales que surcaban arriba y abajo las viejas satrapías
del antiguo Imperio de Alejandro Magno. Parece quizás un largo camino para
acceder a Arabia, pero con los mamelucos dominando la tierra donde nació y
vivió Nuestro Señor, desde luego se me antojó mucho más seguro emprender
semejante rodeo.
¿Por qué la suntuosa capital del olvidado
Reino de Saba iba a otorgarme algún tipo de respuesta en mi particular odisea?
¿Qué información podría encontrar en las ruinas del pasado, si es que era capaz
de triunfar y encontrarlas allí donde habían fracasado durante siglos
innumerables exploradores y saqueadores de tesoros? No tenía ni la menor idea,
aunque sin duda el mayor problema radicaba en que resultaba imposible localizar
la ubicación de Kitor, como lo había sido la de la gloriosa Ilios, a pesar de
la floreada descripción del rapsoda ciego. Y es que, emulando a la insigne obra
de Homero, ocurría lo mismo al leer la Sagrada Biblia, porque derramaba
multitud de datos acerca de Saba, pero los centraba en su relación con Israel,
y el resultado era el de un lugar lejano convertido en leyenda, sin orientación
alguna. Bueno, casi ninguna. A veces resulta interesante estudiar las Antiguas
Escrituras si se es capaz de “variar” el enfoque con que se interpreta la
lectura de las mismas, pues suelen ocultar mucha más información de la que
muestran a primera vista... ¿Enseñanzas ocultas, quizás? La Biblia nos dice que
Salomón, el rey mago de los hebreos, aprovechó su excelente relación con el rey
tirio Hiram I, y explotó las posibilidades que brindaba el puerto fundado por
los fenicios en Esyón-Guéber, al sur de Palestina, toda una ruta marítima nueva
con la que comerciar con los ricos países de Ofir y Saba. Muchos sabios han
especulado que Ofir podría ser Etiopía, el hogar del Preste Juan e incluso una
lejana tierra más allá de la inmensidad africana y el infinito océano. También
parecen estar de acuerdo en que Saba se situaba al sur de la península arábiga,
abierta a todo el comercio con las costas del Índico, las Indias e incluso el
lejano país de Catay, hogar de las hordas mongoles. Pero la discusión se
extiende sobre el tapete cuando llegamos al color de piel de su reina, más
propio del continente africano, por lo que otros sabios optan por situar a Saba
más al sur de Etiopía; algunos afirmaban incluso que el gran Nilo nacía en
aquel país.
Sea cual sea la verdad, es importante leer
entre líneas. Y lo que se deduce de la Biblia es que la reina de Saba visitó
Jerusalén para conocer al magnífico Salomón, no por su sabiduría, poder o
riquezas, sino para llevar a cabo un tratado comercial beneficioso para ambos,
pues Esyón-Guéber estaba estrangulando la economía del Reino de Saba. El
resultado de una crisis económica en Saba podía provocar un conflicto militar
entre israelíes y sabitas (con previsible victoria del disciplinado ejército
salomónico), ya que las crecientes pérdidas económicas preocupaban en exceso a
una casta sacerdotal y militar demasiado poderosas y que además desdeñaban
acerca de que una mujer les gobernara (todo lo contrario que la plebe, que la
adoraba). La importancia del tratado era enorme, y su consecución vital; por
eso la reina Balkis realizó la crucial visita a Salomón: porque la
supervivencia misma de su pueblo estaba en juego.
La interesante historia de amor surgida entre
ambos soberanos quizás planteara una vaga respuesta a mis dudas, por no
declarar abiertamente que afloraba con la misma una pregunta trascendental.
¿Quizás el anillo de Salomón, el trofeo que portaba oculto en mi zurrón,
establecía algún tipo de relación con su amada Balkis que yo no arribaba a
comprender? ¿Quizás ese romance, que dio como fruto un vástago, fuera el origen
que motivó la insinuación proferida por el Viejo de la Montaña para que
encontrara los restos de Kitor, la capital de Saba? ¿Hallaría por tanto una
explicación al interés que mostraban los demonios de la noche por el dichoso
anillo que costó la vida de mi benefactora Samira? Así lo esperaba en el
interior de mi decrépita alma.
Desde Basora rodeé la costa del golfo
pérsico, lejos de Medina, lejos de la Meca. Más semanas y meses de ruta
implacable bajo el sol ardiente, alistado en interminables caravanas, que llegaron
a su culminación cuando mis gastados huesos dieron con en el mar, que bañó mi
piel acartonada y devolvió la vida a mis pies agrietados. Estaba al fin en el
lugar por el que me había decidido en mis razonamientos bíblicos. Había optado
finalmente por la ubicación yemení, porque me pareció la más lógica en un
entorno de estrategia geopolítica. Etiopía y el interior de África estaban
demasiado lejos de Esyón-Guéber como para provocar una debacle en una nación
que de hallarse en aquellos parajes probablemente tendría multitud de rutas
terrestres para exportar sus productos a los países vecinos. Yemen solo tiene
el mar. Al norte se extiende el desierto y la desolación. Pero aún así no
resulta sencillo, por no decir imposible, poder explorar paso a paso los
cientos de kilómetros de la costa índica de Arabia. No lo hubiera logrado,
estoy seguro, de no haber sido por aquel extraño sueño…
Aquel extraño sueño en una noche
especialmente sofocante. Quizás fueran los temidos djinns musulmanes los que me guiaran, quizás fueran aquellas
entidades espirituales, ecos de un pasado inconcreto, las que me poseyeran y me
guiaran a lo largo de una infinita playa, entre visiones demoníacas. Quizás más
que un sueño se tratara de una pesadilla, pues ante mí, lejos de cualquier
reducto de humanidad, surgieron unos muros ciclópeos, anormales, abstractos,
surrealistas, deformes, desafiantes, rematados por una pequeña edificación con
cúpula que identifiqué como un templo pagano, allá a lo lejos, en la
inconmensurable altura de la divinidad; justo allí, donde pocas horas antes no
había nada más que arena y olas que se estrellaban contra las piedras… justo
allí, donde nunca más volvería a haber nada que no fuera el calor del sol y la
ausencia de la vida.