domingo, 4 de marzo de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre V

Llevaba varios días deambulando infructuosamente por las agrestes colinas del norte de Siria y estaba a punto de arrojarme a los límites de la desesperación, o directamente al estanque lleno de peces que podía observar desde aquella taberna en Urfa, cuya frescura me atraía. Mientras, consumía con pequeños sorbos un té moruno que había aderezado con un chorrito de un excelente licor anisado que conseguí en el zoco de la ciudad. Mirando cómo los últimos rayos de sol se perdían entre las cumbres de poniente, intenté sopesar las alternativas que se me planteaban.
¿Seguir buscando la dichosa fortaleza hassasin por aquellas montañas? Anatolia era escarpada, engañosa, fácil para las emboscadas, plagadas de bandidos y lo que era peor, de turcos, que, en su incipiente expansión, suponían un peligro tanto para los bizantinos como para los mamelucos. Armenia no era desde luego un lugar menos inhóspito: aquí los kurdos sustituían a los turcos, siempre tan levantiscos y territoriales. Urfa misma era un reducto kurdo. No había miedo, desde luego, pero era cuestión de pensarse el evitar cualquier contratiempo innecesario.
Pedí otro té y arrojé unas monedas herrumbrosas sobre la madera. Las primeras estrellas titilaron en el cielo. En la mesa contigua se sentó un grupo de varios individuos, ataviados con capas oscuras. Yo les presté atención solamente porque uno de ellos, al echar la capucha hacia atrás, reveló una piel demasiado blanca para la climatología de aquellos lares. Era pelirrojo, con algunas pecas, pero sin duda sus rasgos eran semíticos, y sus modales parecían tan refinados como los de la mayoría de los sirios, cosa que había aprendido por experiencia. El tipo, de larga melena rojiza, me clavó la mirada y sonrió. Un hormigueo de intranquilidad recorrió mi cuerpo pues la sonrisa, cortés, parecía contener un atisbo de ironía, como si mi disfraz de mercader fenicio precapitalista no fuera todo lo convincente que me imaginaba. En aquellos labios morados afloraba un reto vengativo y cruel, sarcástico y temible. Los ojos del hombre brillaron al reflejo de la luna y volvió a la conversación con sus compañeros.
Yo intenté centrarme en mis pensamientos. ¿Abandonar la búsqueda? ¿Volver a la costa y embarcarme? Imposible. Las rutas comerciales estaban cortadas. Podría llegar a Egipto, pero no más lejos. Ni siquiera era posible acceder a Chipre, el reducto cristiano más cercano, donde me esperaban mis compañeros. Nadie se atrevía a hacer un viaje tan arriesgado con la flota mameluca, tan agitada como un hormiguero, esperando en el mar. Además, tenía una deuda con Samira. Por salvarme de las garras del sultán mameluco. Y por redimirme. No, no huiría. De alguna manera encontraría la fortaleza de los temibles asesinos, y con su ayuda, o sin ella, hallaría al amo del demonio que acabó con Samira y la vengaría.
Además, había que tener en cuenta la otra cuestión…
-Perdón, ¿no habréis visto a un templario por estos lares?
Levanté la cabeza. Frente a mí, el pelirrojo se erguía con expresión soberbia.
-No. No he visto a nadie así –dije con toda la seguridad de la que pude hacer gala, esperando que mi acento franco no se trasluciera demasiado bajo mi rudimentario árabe.
-Vaya; me pareció estar seguro de que le conocíais –respondió el pelirrojo, observándome fijamente. Su mirada destilaba astucia y odio al mismo tiempo. La empuñadura de un alfanje asomó entre sus ropajes.
-Pues no. Os equivocáis –insistí con torpeza.
-Mil perdones, señor –dijo-. Y gracias –soltó en un francés defectuoso.
Demasiado tarde me percaté de la ingeniosa treta del sirio para hacerme revelar mi verdadera identidad; aunque había podido evitar contestarle, la expresión de mis ojos dejó bien claro que le había entendido a la perfección. Me disponía a huir prudentemente de allí, cuando vi que el pelirrojo había desenvainado su alfanje, de hoja fría y resplandor tétrico. Su rostro había palidecido de repente y sus ojos se habían tornado insondables como la noche más oscura. Y, aunque parezca imposible, su lengua se había afilado horripilantemente hasta sobresalir más de un palmo de su boca y los colmillos habían salido proyectados para alcanzar la envergadura de los de un león. Los compañeros que le rodeaban saltaron enérgicamente de sus bancos con la intención de cortarme cualquier posible salida. Miré a los ojos del sirio, petrificado por la sorpresa, pero mi instinto curtido en numerosas batallas me hizo esquivar en el último momento el mandoble que iba a mi brazo y que terminó rompiendo el vaso de té moruno. Rodé por el suelo para derribar a uno de los lacayos de aquel demonio, tan parecido y tan diferente al mismo tiempo que el de Sidón, y con un movimiento rápido saqué mi daga y la incrusté en el pecho del derribado, que aulló de dolor mientras una fuente de sangre manaba de la herida. Entonces me puse en pie y saqué el alfanje de Samira, el cual había hecho ya mío.
-¡Le quiero vivo! –siseó el sirio.
Los secuaces, cimitarras en mano, se me acercaron; comprobé que el aspecto de los mismos era totalmente humano, pero la alegría me duró poco. El herido se incorporó de un salto y rugió con odio. ¿Cómo era posible? Estaba seguro de que la puñalada había sido mortal. La herida seguía manando sangre, pero el aspecto del esbirro era tan saludable como las circunstancias le permitían.
-¿Quiénes sois? –fue lo único que acerté a decir.
En lugar de una respuesta dialogante, los esbirros se abalanzaron cuales Mossos d’Esquadra sobre una indefensa estudiante de Secundaria. Pero frente a ellos tenían a un luchador consumado dispuesto a vender cara su vida. Paré con mi espada la hoja de un lacayo y esquivé el tajo de otro que, lanzado en tromba por el impulso, mostró sus posaderas para que yo las pateara sin piedad y arrojara al indeseable contra un murete. Giré sobre mí mismo para proteger mi flanco y rebané la mano de un tercero. Pero incluso así, el manco sacó con la otra mano una pequeña maza y arremetió de nuevo, como si nada hubiera pasado, como si el dolor fuera insignificante, a pesar de que estaba gritando como una bestia.
Ante la expectativa, brinqué a lo alto de una mesa para dominar el campo de batalla, cosa que conseguí momentáneamente tras propinar una dura caricia con la bota en la cara del secuaz que no paraba de escupir sangre por el pecho.
-¡Ríndete! –ordenó el sirio- ¡No podrás con todos nosotros!
-Pues ven tú solo en vez de enviar a tus perros, si eres tan valiente –le espeté.
A pesar de estar a unos tres metros más o menos, el pelirrojo, loco de rabia, saltó como un felino para caer sobre mí y derribarme de mi posición. Ambos dimos con nuestros huesos en el duro suelo, pero al demonio pareció no afectarle lo más mínimo y me aferró con una fuerza sobrehumana, clavándome unos dedos como cuchillos. Entonces abrió las fauces y apuntó con sus colmillos, de los que emanaba una putrefacción insoportable, un olor solamente capaz de ser definido como la antesala de la muerte, directamente a mi cuello. Yo le solté un cabezazo en plena boca y el dolor fue tan intenso que me quedé aturdido unos instantes. El sirio me soltó y levantó la cabeza hacia la bóveda nocturna: uno de sus colmillos estaba roto y colgaba de un hilo de carne. De repente, un corto pivote de ballesta se incrustó en uno de sus ojos y el engendro saltó lejos de mí, aullando.
Miré a mi alrededor y me creí totalmente poseído por la locura cuando comprobé que las sombras se movían a una velocidad vertiginosa. La cabeza de uno de los lacayos se deslizó de su cuello y cayó pesadamente al suelo al paso de uno de aquellos espectros por detrás de él. Otro pivote surcó el aire y fue a parar al cuello de otro esbirro. Las sombras fueron tomando forma definida poco a poco mientras el resto de secuaces del demonio cayeron pesadamente, descuartizados. Y definitivamente muertos. El sirio, lejos de enfrentarse con las sombras, lanzó unas maldiciones en una lengua irreconocible y desapareció tras una cortina de humo que había surgido de la nada.
Yo aferré mi alfanje y me incorporé para enfrentarme a los recién llegados. Iban vestidos con telas grises y envueltos en capas, las cabezas ocultas bajo unas capuchas y los rostros velados tras una especie de pañuelos que dejaban solo los ojos, de intensa mirada, al descubierto. Guardaron en la profundidad de los ropajes alfanjes, cimitarras y dagas y, uno, ballesta en mano, se descubrió la cara y se acercó a mí.
-No temas, Jacques de Molay –dijo en árabe-. Hemos venido a ayudarte.
Parecía que todo el Islam conocía mi nombre y me perseguía, y lo peor es que estaba comenzando a acostumbrarme. Pero no podía soportar la posibilidad de otra mentira a manos de otro demonio, de un nuevo engaño, de una eterna celada para sumirme en la inopia. Por eso me lancé con la hoja en ristre dispuesto a morir o asestar un golpe definitivo a aquellos nuevos rufianes.
La oscuridad llegó sin avisarme.

1 comentario:

  1. Esto se está poniendo pero que muy interesante. Para cuándo novela de las aventuras del amigo Jacques?

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