miércoles, 4 de enero de 2012

Pequeños relatos: Tras la caída de San Juan de Acre

Abrí los ojos en una penumbra apenas iluminada por escasas teas y ceras ardientes de relajantes aromas que insuflaron a mis pulmones fragancias agradables. Me hallaba en una sala amplia, decorada suntuosamente con ricas telas orientales, cortinas de seda, cojines confortables de variopinto colorido colocados estratégicamente alrededor de mesas bajas, tan bellamente labradas, que parecían más obra de un perfeccionista orfebre que de un ebanista experimentado. La exquisitez del lugar mostraba no tan solo el poder mundano del dueño sino también el gusto sibarita por el arte y la espiritualidad hecha materia. ¿Acaso me hallaba en el paraíso? ¿Había muerto? Intenté alzarme en medio de aquel sueño quizás mágico, pero un terrible latigazo que recorrió mi cuerpo desde la nuca hasta los mismísimos pies me lo impidió. Alcancé a sentir el lacerante escozor de las heridas de guerra, de las cicatrices aún no cerradas que recuerdan con cruel certidumbre que aún me hallaba entre los vivos, aunque quizás no por demasiado tiempo; y de pronto ese dolor me hizo recordar…
El asalto final. Los muros tomados por los sarracenos, la huída hacia el bastión templario, la tenaz, pero vana resistencia. La avalancha humana en el torreón cruzado. Los hombres luchando, cercenando miembros, muriendo bajo el acero… Y de pronto el abismo. La apertura de las fauces de la tierra. La estructura de piedra reducida a añicos, arrastrando consigo a ismaelitas y cristianos por igual hacia la muerte definitiva. Demasiado peso para la solidez de unos cimientos corroídos como la raíz de una muela por los mineros infieles. Demasiados hombres. La caída al vacío y el fin, o al menos la oscuridad…
Y la imagen de la valerosa dama Eowyn de Camelot libre de aquella pesadilla gracias a la extraña cualidad de saltar en el tiempo como un ratoncillo inquieto.
Los recuerdos de la catástrofe y de la caída de San Juan de Acre se disiparon de repente ante la neblina que precedió la entrada de una joven en la sala. Adiviné unos rasgos semíticos gracias a los exóticos ojos de la mujer, único rasgo facial que se escapaba a la censura de un velo que, ¡Dios santo!, pese pretender ocultar el rostro, la tela era demasiado transparente como para ocultar los labios carnosos.
La saludé en árabe, aunque de manera algo torpe, he de reconocerlo. Pero mi dominio de la lengua infiel era lo suficientemente inteligible como para haber mantenido numerosas conversaciones durante mis periplos por Tierra Santa. Afortunadamente mi cerrazón occidental se había ido abriendo poco a poco a la mentalidad de aquellas gentes y de su cultura. Como muchos de mis hermanos pude comprender más allá de la Cruzada y entender que éramos hermanos bajo un mismo cielo y que nuestros dioses eran el mismo, aunque desgraciadamente la visión del Islam la encontrara equivocada y deseara que conocieran al Jesús que su profeta les había negado.
La muchacha sonrió sorprendida, y me devolvió el saludo.
-¿Cómo te llamas? –dije- ¿Quién eres?
-Soy Samira –se limitó a contestar.
Detrás de ella surgió un gigante semidesnudo y con un alfanje colgando de un cinto ricamente ornado. Intenté reaccionar para enfrentarme al intruso. El dolor me impidió moverme.
-Tranquilo, caballero. Es solo un guardián –con un gesto de la barbilla le ordenó marcharse-. Un eunuco –sentenció.
-No es que temiera su olvidada hombría. Más bien me inquietaba el tamaño de su espada.
Samira rió con dulzura mi intento por parecer gallardo, y los dientes perfectos y blancos como la leche brillaron entre sus labios. Se acercó y arrodilló a mi lado. Entonces me percaté de que portaba una bandeja con una lámpara y una copa.
-Vos no me habéis dicho vuestro nombre –susurró con una tonalidad simplemente hipnótica.
-Me llamo Jacques de Molay y pertenezco…
-Un templario –cortó Samira-. Los guerreros del califa dicen que mostrasteis un valor excepcional en la defensa de la fortaleza cruzada –hizo una pausa, mirándome fijamente-… Que luchasteis solo contra muchos –sus ojos brillaron de una manera extraña para mí-… Que si el mismísimo Iblis no hubiera derruido el suelo a vuestros pies jamás hubieran podido tomar el torreón templario…
-Yo solo hice lo que mi fe me ordenó –aduje, henchido de cierto orgullo por las alabanzas.
-El califa cree que sois un gran capitán…
-¿Y se supone que por eso estoy vivo? Vivo pero preso, aunque he de reconocer que he hollado algún que otro calabozo mucho peor que este… -lugar de ensueño, pensé- Mirad, bella damisela, si lo que pretende vuestro señor es conseguir una buena recompensa por mí, creo que lo lleva claro.
-Mirad a vuestro alrededor –dijo Samira-. ¿Acaso creéis que son riquezas lo que desea mi Amo? Tiene todas las que quiere.
-¿Entonces qué quiere de mí?
La joven me tendió la copa.
-Callad ahora. Y bebed.
El contenido era un líquido rojizo y negruzco, de aroma afrutado y dulzón, seguramente satinado de especias traídas de allende los desiertos.
-¿Vino? ¿Desde cuándo los musulmanes beben vino? –sonreí burlonamente.
-Mi señor es generoso. El vino es para vos. Y lo que deseéis a partir de ahora. Mi amo sabe recompensar.
Bebí de la copa. La ambrosía, caliente, entró por mi garganta como un manantial reconfortante y proporcionó a mis músculos entumecidos el calor de la fortaleza y el ardor combativo.
Samira cogió la lámpara y roció aceite espeso por mi pecho. ¡Entonces me di cuenta de que estaba totalmente desnudo, excepto unas piadosas telas que cubrían mis más absolutas vergüenzas! ¿Cómo era posible que me mostrara tan pecador? ¿Qué clase de tentación demoníaca pretendía mostrarme el califa a cambio de no sé qué? ¡Jamás el oro ni las riquezas me habían tentado, ni los ropajes suntuosos, ni la vida de reyes! ¡Solo mi hábito de monje templario me hacía realmente rico! ¡Dios Todopoderoso! ¡Jesús redentor! ¿Cómo podía yo mostrarme en tal estado? ¿Cómo había caído en el pecado de que me viera una mujer desnudo? ¿Por qué Satanás jugaba con mi expiación y la salvación de mi alma de esta manera tan injusta?
Incapaz de resistirme, la mano de la joven acarició mi piel, mezclada con el aceite, y sentí que el vino bebido me nubló el entendimiento. Con un esfuerzo sobrehumano, le arranqué el velo para desenmascarar al Caído. En su lugar me encontré unas facciones tan bellas, y una tez olivácea tan sensual que supe en aquel mismo instante que mi alma ardería por siempre en las llamas del infierno.
-Mi señor sabe que muchos barcos partieron de Acre, pero le interesa en particular uno de los últimos. En el que subió a bordo el infame Thibaud.
¿Así que de eso se trataba? ¿Una arpía hambrienta de hombres? ¿La lujuria hecha carne para mi goce? ¿A cambio de traicionar a la Orden? ¿De decir el rumbo que llevaba la galera de Thibaud Gaudin, el Tesorero Templario? El mismo que los había dejado tirados en aquel reducto como a perros ante los despiadados lobos infieles. El Cobarde, diría yo. Aunque muchos justificaron su acto. Pensaban que, por orden del Gran Maestre Guillaume de Beaujeu llevaba una reliquia de Jerusalén consigo, la cual pretendía poner a salvo de las manos sarracenas. El Arca de la Alianza, habían especulado unos. La Mesa del Rey Salomón, habían aventurado otros. El oro de la Orden, sin duda, desdeñaba yo.
-Eso es lo que él quiere –pareció adivinar mis pensamientos-. Pero yo os quiero a vos –y sentí que el aceite sobre mis heridas y el vino en mis labios retornaron el vigor a mis extremidades, y en lugar de alejar a aquella odalisca del placer, la agarré con fuerza para atraerla hacia mí, mientras sus ojos se clavaban en los míos con una auténtica mirada penetrante de deseo infinito.
Samira me abrazó.
-El califa quiere saber el destino de la nave que tomó Thibaud. Os sacará la respuesta tarde o temprano, pero por favor, aguantad esta recompensa o esta tortura, lo juzguéis de una manera u otra. Aguantad y callad todo el tiempo que podáis. Os quiero para mí y solo para mí. No lo reveléis a las otras.
En ese momento, un grupo nutrido de mujeres entraron en la estancia. De todas las tonalidades y apariencias posibles, inundaron la estancia con la firme intención de continuar el interrogatorio. No sabía si sería aquella esclava cristiana, o aquella nórdica turgente, o incluso aquella rareza llegada de las estepas mongolas, o acaso aquella númida de ébano… o mi decidida Samira, pero lo cierto es que no sabía por cuánto tiempo podría evitar confesar que el Gran Cobarde, hasta donde yo sabía, había huido a Sidón, a la fortaleza del Castillo del Mar.

3 comentarios:

  1. Interesante giro argumental de este blog. Y algo viciosillo y poco casto, he de añadir. Estoy expectante por saber en qué deriva esto, maese Jacques, aunque conociéndoos creo que me sorprenderéis.

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  2. Muchas gracias, guerrera dama. No hay tal giro, simplemente consiste en recuerdos de mi lejana juventud, cuando todavía podía sujetar la espada con una mano.
    Espero que la continuación os sorprenda tanto como lo hizo con mi pobre y humilde existencia...

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  3. Lo que ocurre no es que hayáis envejecido, sino que no estáis en vuestro tiempo. Vamos, digo yo.

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