Bajo el manto de oscuridad que propiciaba la noche cerrada, dos
figuras se movían con el sigilo propio de los ladrones por las callejuelas de
la Barcelona medieval. Envueltos en mantos, que los hacían todavía más
invisibles a los escasos ojos que pudieran encontrar a aquellas horas, se
apostaron junto a un gran portón de madera protegido por un enorme candado, y
uno de ellos extrajo una barra de hierro.
-Esto es muy peligroso –siseó el más bajo, mientras el aire escapaba
por entre las oquedades entre sus escasos dientes.
-Ahora no podemos echarnos atrás –susurró el que tenía la barra,
notoriamente más alto que su compañero, y de complexión fornida. Un golpe seco
acompañó su alocución-. El botín de los templarios nos espera –empujó la puerta
lo suficiente para que ambos pudieran pasar.
-No lo veo claro –continuó el mellado-. La encomienda fue cerrada hace
casi una década. Lo que hubiera de valor ya se lo habrían llevado.
-Eso mismo pensaba yo –admitió el grandullón-. Pero ya te he comentado
la conversación que escuché entre el obispo y el capitán de la guardia.
-Ya, que no habían recuperado la cantidad que esperaban.
-Y que faltaban los objetos más importantes. Supusieron que los
templarios se los habrían llevado a otro lugar. Dejaron correr el tema y
cerraron la encomienda a la espera de darle un nuevo uso.
-¿Y si resulta que es cierto? –apuntó el bajito-. Quiero decir, que se
llevaran el tesoro.
-¿Y si no lo fue? ¿Y si lo escondieron en algún lugar dentro de estos
muros? Hablamos de oro, compañero. Mucho oro.
Encendieron unas antorchas y registraron las diferentes estancias con
resultado infructuoso, como cabía esperar en un principio y, tras un largo
debate, decidieron probar suerte en las habitaciones inferiores. Llegaron a un
pasillo lóbrego franqueado por puertas abiertas y supusieron que debían de
tratarse de los calabozos, o quizás de las celdas de algunos miembros de la
Orden. La humedad del lugar les caló hasta los huesos al instante.
-¿Has oído eso? –el mellado fue el primero en darse cuenta.
-¿El qué? No seas cobarde.
-Parecía como unos pies arrastrándose.
-Yo no escucho nada –repuso el hombretón.
-Calla –murmuró el más bajo-. Viene de ahí –y señaló una de las celdas
más alejadas.
Con la antorcha por delante y la barra de hierro bien sujeta, el más
fornido se acercó, seguido de su compinche.
Un rostro surgió de la penumbra, y los dos hombres retrocedieron,
horrorizados. La carne de aquel ser se hallaba en un avanzado estado de
descomposición, con jirones lívidos que le colgaban de las mejillas,
los ojos casi desprendidos de sus órbitas apuntando a lugares insospechados, y
los dientes amarillentos, sin apenas encías que los sujetasen. Emitió un gemido
gutural, antinatural, y avanzó un par de pasos para salir de su celda,
arrastrando los pies de manera grotesca, pues parecían rotos a la altura de los
tobillos. Extendió los brazos, acabados en dedos torcidos que gesticulaban en
un patético intento de aferrar a los dos ladrones. Una cruz roja ocupaba el centro
del hábito raído que vestía, que en otra
época habría debido de ser de color blanco.
-¡Vuelve al infierno, maldito! –aulló el grandullón, dejando caer la
barra sobre el hombro de su atacante. Para su sorpresa, el muerto viviente ni
se inmutó por aquello, y le agarró por la pechera para realizar un repentino
movimiento con su cabeza y hundir los podridos dientes en el cuello del
infortunado bribón. La sangre manó a borbotones y ahogó los gritos de este.
El más pequeño retrocedió, totalmente espantado, pero chocó contra
algo. Se giró, presa del pánico, y solamente tuvo tiempo de implorar a Dios
todopoderoso antes de caer bajo las fauces de un grupo de templarios zombis que
le habían cerrado el paso.
Amanecía cuando el párroco se disponía a oficiar la misa en la iglesia
de Santa Maria del Pi, que estaba llamada a ser una obra grandiosa consagrada a
la mayor gloria del Altísimo aunque, de momento, se encontraba en construcción;
pero ello no suponía un problema para que su funcionamiento fuera ya pleno,
como de hecho atestiguaban los cientos de personas que abarrotaban el templo.
Al principio se oyó algún grito esporádico que procedía del exterior.
Pero poco a poco la cantidad y la intensidad de los mismos fueron en aumento,
lo que provocó la curiosidad de los feligreses. El párroco solicitó a las
personas más cercanas al pórtico que salieran para ver qué estaba ocurriendo en
las calles de Barcelona.
Así lo hicieron, pero los asistentes a la ceremonia esperaron su
vuelta en vano. En su lugar, entró un grupo nutrido de hábitos blancos con
cruces rojas que causaron una orgía de muerte, destrucción y gastronomía
alternativa tal, devorando todo a su paso con extrema ferocidad que, incluso
mucho tiempo después, se seguía hablando de la venganza templaria con auténtico pavor.
Relato corto ganador del Segundo Premio(Categoría: Mata-gigantes, Modalidad: Charlatán) del V Concurso Literario La Era del Caos, celebrado el 27 de Abril de 2013.
ResponderEliminarEstá realmente estupendo. Auguro una gran carrera literaria. Un premio verdaderamente merecido, y sé positivamente que no será el último
ResponderEliminarMuchísimas gracias. Ay, ojalá te oiga alguna entidad benefactora. De momento, y como soñar es gratis, seguiremos escribiendo para no perder la esperanza.
ResponderEliminarYa verás como sí.
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